Desde tiempo inmemorial muchas familias gatunas hemos vivido en los patios de las casas y corrales de vecinos. Éramos los vigilantes de que las ratas de agua, tan abundantes entre la vegetación ribereña al Guadalquivir, no invadieran sus ámbitos domésticos ni se pasearan a sus anchas por las calles. A cambio sus moradores nos aceptan como un miembro más del hogar, se nos da agua y alimento con las sobras de cada comida e, incluso, servimos de compañía a los juegos de los niños y a muchas ancianas, que sienten verdadera devoción por nuestra diminuta raza de felinos.
Hará cosa de medio siglo los gatos tuvimos un “baby boom” similar al de los humanos y nos volvimos gatos callejeros. En plena calle Casilla había abundante hábitat y comida. Ésta última procedía de las frágiles bolsas de plástico depositadas en los portales o en cubas abiertas, tan fácilmente rotas por nuestras garras y en la que nos atiborrábamos de desperdicios domésticos. Y para pasar todo el día tumbados y dormitando teníamos los bajos de los vehículos que aparcaban a ambos lados de la calzada. Un lugar seguro contra humanos desaprensivos y perros; un lugar que es tibio y confortable cuando hace frío, llueve o aprieta el calor.
Pero de veinte años acá se ha puesto de moda que los seres humanos que se sienten solos tengan, al menos, un perro como mascota, que les da compañía, o incluso varios; a la par, se han colocado contenedores de basuras herméticos, de los que no es imposible sacar desperdicios de comidas. Consecuencia de ambas cosas, los gatos callejeros hemos empezado a disminuir y nos hemos vuelto más nocturnos y escasos. A primeras horas de la mañana todavía hay gente mayor que viene a traernos alimentos a los gatos hasta algunos de nuestros comederos habituales. Pero a pleno día es difícil transitar una calle Castilla, cuyas aceras están tan atestadas siempre de paseantes humanos con perros y de imprevistas bicicletas, y en cuya calzada no paran de pasar los coches. A nosotros los gatos, los nuevos camareros nos echan a gritos y patadas, pero las palomas y pajaritos bien que se están aprovechando de los restos de comidas de tantos veladores de bares y restaurantes como se han abierto, tantos que la calle Castilla parece en algunos tramos el paseo marítimo de alguna playa de moda.
(¢) Carlos Parejo Delgado
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