Alfred Nobel hizo su fortuna fabricando muerte. Y es por esto que al final de sus días, tratando de mitigar su sentimiento de culpa y, tal vez, de hacerse merecedor de la misericordia de un dios inexistente, la legó en su testamento para premiar a “aquellos que durante el año precedente hayan realizado el mayor beneficio a la humanidad”.
En un principio la concesión de los premios debió servir en muchos casos a los premiados para continuar su labor científica, literaria o a favor de la paz. Eran otros tiempos en los que era raro hacer fortuna a partir de tales disciplinas. Pero hoy día van a parar a manos de personas que, aun siendo merecedoras de recibirlas en muchos casos, no lo necesitan para vivir, pues ya viven muy bien, ni para dar continuidad a su creatividad, investigaciones o militancia solidaria (se ruega no se tenga en cuenta esta afirmación para el caso de Esperpentaña). Hoy el Nobel, salvo en honrosas excepciones, es concedido a multimillonarios.
No estaría, pues, de más hacer una reforma en profundidad del galardón. Alfred Nobel, sin duda alguna, lo habría aprobado. Así, los actuales laureles deberían ser concedidos como mero reconocimiento (evitando, eso sí, por ejemplo, la concesión del de la Paz a redomados asesinos) sin asignación económica para, con el dinero liberado, habilitar nuevas categorías de premios: el Nobel de la Miseria, del Hambre, de la Guerra… destinando la parte económica a paliar los efectos de estas lacras allá donde más se necesitase. Premio Nobel de la Guerra a la ciudad de Alepo.
Y para incrementar esas aportaciones económicas destinadas a mitigar levemente tanta ignominia, en el banquete de gala de la entrega de los premios se debería servir un menú de seis euros, habiendo cada asistente (esos miembros ociosos de unas realezas anacrónicas y despilfarradoras o de esa nueva aristocracia de sangre roja desteñida y tóxica) de abonar su precio multiplicado por mil, que para estos no deja de ser calderilla.
Y que todos los años cante Patti Smith y se confunda a causa de la emoción, pero sin volver nunca a entonar de nuevo un “lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir” que más que a ella, correspondería siempre al tan hipócrita como insolidario auditorio.
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