Estamos en el año 1592 del nacimiento de Cristo. Por un espeso naranjal me dirijo desde el Monasterio de la Cartuja a la “Cava”, o foso lleno de agua que rodea de forma ovalada desde la Torre del Oro hasta aquí, el barrio de Triana. Tras atravesar su pasarela mis ojos quedan fijos en la larguísima calle Castilla. Domina el perfil de la calle el grandioso edificio de las Almonas Reales, fábrica donde se elabora el famoso jabón sevillano que se embarca para América, Inglaterra y Flandes. Donde no hay campo, las casas bajas están pulcramente encaladas. Las cubren tejados a dos o cuatro aguas con tejas morunas que se fabrican aquí en gran abundancia. Sus moradores se emplean en estas fábricas o son hortelanos. Varias viviendas tienen grandes patios con huertas que riegan mediante pozos allí excavados. Curiosamente, todas las fachadas dan la espalda al río, del que las separa un continuo de gruesos tapiales y una enmarañada maleza, así se protegen de su humedad y, sobre todo, de las inundaciones. Descabalgo en una de las posadas que han abierto para viajeros. Un esclavo negro conduce mi caballo al establo, para reponer sus fuerzas con agua y paja; allí le coloca herrajes nuevos un moreno o gitano. Se dice que estos tienen aquí sus mayores poblaciones dentro de la capital. Al dar mi nombre al posadero, un viejo marinero se descubre el sombrero y exclama: “Es un honor para mí, señor Rodrigo de Pinzón, encontrarme ante un pariente del marinero trianero que avistó las Américas por primera vez”.
(¢) Carlos Parejo Delgado
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