“El séptimo ángel derramó su copa por el aire; y salió una gran voz del templo del cielo, del trono, diciendo: Hecho está.”
Apocalipsis, 16:17
Escribo y me pregunto
para qué más allá
de echar en el instante
creativo bilis fuera.
Lo asumo: soy mediocre
y no trascenderán
mis versos una vez
que haya muerto y se pudra
lo que fui —casi nada―
y no fui bajo tierra.
Pero si trascendiesen,
si estuviese juzgando
mi quehacer con dureza
y mis poemas fuesen
la obra de un genio, textos
dignos de admiración
y estudio en el futuro,
¿podría dejar acaso
de hacerme esta pregunta?
Traspasamos ya el límite
y no queda futuro
ni esperanza. Es el hombre
moderno una alimaña
que defeca a la atmósfera
dióxido de carbono
como cuántos volcanes;
una plaga insaciable
con las horas contadas.
Traspasamos el límite
y ya no hay vuelta atrás
por mucho que cambiemos;
si abriésemos los ojos,
veríamos las orejas
del lobo, una jauría
que lleva nuestro nombre
y el de un Armagedón
que está a tiro de piedra.
Para qué escribo entonces.
Para nada ni nadie,
está la suerte echada.
No lo siento por mí:
todo hombre ha de morir
y cuando llegue la hora
del caos y la congoja
supremos ya habré muerto.
Lo siento por mis hijos,
a lo sumo mis nietos:
qué espantoso morir
con los ojos abiertos
a un mundo que se muere.
1 comentario:
No se escribe para la trascendencia, más bien para la demencia, la insolvencia y la impertinencia.
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