Pedro era el primero de los Doce. Tenía la peculiaridad de escuchar música a través de su walk-man durante las veinticuatro horas del día. Durmiendo, levantándose, yendo y volviendo del trabajo, almorzando, merendando y cenando… Gracias a esa adicción decía que no se veía afectado por el tedioso ruido urbano, el de los frenos y motores de los vehículos; el de las estridentes y vociferantes conversaciones de los miles de veladores de bares y restaurantes que llenaban las aceras urbanas.
Al neurólogo lo que le interesaba era que, además de escuchar música, se orientaba, meditaba, trabajaba y hacía muchos otros actos automáticos a la perfección. Su cerebro había tendido tantos puentes neuronales para esas múltiples funciones y actividades, como los que atraviesan Sevilla ciudad desde la Exposición Universal de 1992.
Pero apenas duró meses. Un mal día, pisó la cáscara de una naranja urbana abatida y abandonada, resbaló en el paso de cebra y fue atropellado por una moto y una bicicleta, cuyos conductores no tenían costumbre de hacer caso a esa señal de prioridad peatonal. Y así vino a doblar el espinazo y se despidió de la ciencia por la puerta de atrás.
(¢) Carlos Parejo Delgado
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