―le solían decir
familiares y amigos a diario.
A lo que él respondía que sus médicos
tras cada revisión le repetían
que a pesar de fumar dos cajetillas
por día todavía conservaba
como un reloj de cuerda los pulmones.
Cuando, a primeras horas,
se declaró el incendio ―un cigarrillo
mal apagado, el viento
haciéndolo caer
sobre la alfombra de la biblioteca―,
estaba ya saliendo
hacia la Facultad
donde impartía clases de literatura.
Su primera reacción
no fue otra que esperar a los bomberos.
Pero sería tarde.
Así que se encendió
con calma un cigarrillo y, extintor
en mano, a toda prisa,
subió las escaleras con la idea
de salvar de las llamas a Madame Bovary,
Aureliano Buendía,
Odiseo y Penélope,
Calisto y Melibea,
Marguerite Gautier,
Digna Mendiola y Ana Karenina,
Maese Pérez, el organista, Reilly,
Otelo, Annabel Lee
y un largo, largo etcétera
por los que habría estado dispuesto a dar la vida.
Determinó la autopsia
que había fallecido a consecuencia
de una masiva inhalación de humos.
Seguro habrá quien crea, tal vez muchos,
que fue una estupidez.
Yo, en cambio, estoy seguro
de que fue un acto, amén
de necesario, heroico,
que mereció,
le mereció,
nos mereció la pena.
1 comentario:
Parecen ls últimas horas de Rafael de Cózar
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