Lleva ya tanto tiempo merodeando la tristeza por los rincones desalmados de mi aturdida mente que, cada mañana, en lo segundo en lo que pienso tras despertarme, con no tanta ansia pero bastante, es en que puede ser un buen día para comenzar a tratar de ir al encuentro de la felicidad. Para empezar a ser feliz. O algo parecido. Aunque no sepa muy bien dónde buscarla. Y nada de derroches: una felicidad moderada, según el dicho puesto tan de moda en las despedidas de ciertos programas televisivos. Habitualmente, los más tristes.
Pero después, cuando, a pesar del óxido acumulado en los mecanismos del reloj, van pasando las horas y no me llamas, para tomar un café o para informarme de las últimas novedades del mercado discográfico o de cómo va la bolsa, mis buenos propósitos se vienen abajo, cayendo a plomo sobre mis pies descalzos pegados al barro. Y me hundo un poco más. No sabes lo que pueden pesar las ruinas de un sueño.
Es cierto que hay días en los que, ya siempre por casualidad, coincidimos bajo el techo de algún pasillo al aire libre o frente a la lluvia torrencial que chorrea por las paredes de los salones cerrados –de un tiempo a esta parte no soporto la lluvia, quisiera que se acelerase el calentamiento global y que sólo quedase arena calcinada; para no recordar ciertas cosas-, pero coincidir no es mejor. Ni peor. Sólo es nocivo. Y eso es lo malo. Me cuesta un esfuerzo sobrehumano apartar la mirada para no mirarte a los ojos. Pero también me da miedo mirarme en ellos. Y no pienses que es por el desdén que pudiera llegar a apreciar en tu mirada, sino porque si lo hiciese, no estaría cumpliendo la palabra que te di junto a la ventana de aquel octubre vacío, habitado ya entonces tan sólo por las cadenas arrastradas por la sombra huidiza de mi fantasma. Y yo siempre he tratado de cumplir mi palabra, más que por ella, que nunca ha valido mucho, por desamor propio. Por mucho que duela. Como aquella otra que te di en otros tiempos. O cuando aún existía el tiempo.
Lo malo de las miradas que se rompen es que, según dicen los entendidos, tienen efectos secundarios sobre el sistema cardiorrespiratorio. Y la arritmia nos va asfixiando poco a poco. Aunque yo creo que es más bien cosa de vísceras. En cualquier caso, lo sé por experiencia, falta el aire. Y, sin aire, resulta imposible soplar contra las lágrimas para apartarlas de los ojos resecos. Y ya no se puede hallar un solo momento de descanso. Es cuando la ceguera se hace irreversible. Y estéril. Como la sal.
Mañana, si puedo, pues hoy me siento un poco enfermo –no te preocupes, no es nada, sólo gripe y algo de fiebre, nada que no se cure con un poco de reposo- lo segundo en lo que pensaré al levantarme será en tratar de comenzar a ser feliz. Pero tú no llamarás. O te veré sin mirada. Y sabré, de nuevo, que esta ceguera es para siempre. De todos modos, se te ve feliz. Y eso, aunque yo siempre haya fracasado en tu sonrisa, me da fuerzas para apartarme. Si no es así, si estás triste, no me lo digas. Nunca. Te será fácil mentirme. Bastará con que sigas en silencio, porque yo ya estoy ciego. Y no te niegues, nunca, a una dulce mirada reflejándose en tus ojos.
Bellos sueños.
(Enero de 2007)