Dando un salto en el túnel del tiempo me voy a vivir a la ciudad de Paris, en plena revolución francesa.
Paseo por las calles desiertas. Aquí y allá hay carteles y grafitis con carboncillo negro grabados en las paredes. La mayoría son contra el rey y los aristócratas. Se dice que los jacobinos han pegado más de diez mil carteles en su contra, para forzar a la Convención a destituirlo. ¡Nunca vi nada igual en las paredes de una gran ciudad¡ Hay también frases amorosas a tal o cual modistilla y tabernera. Me llama la atención una que dice: “La Diosa Razón ha sustituido al Ser Supremo, el ciudadano al Señor”.
Pasa una patrulla municipal, compuesta por ciudadanos patriotas con su gorro frigio rojo y su banda azul y roja en el pecho. Son como la policía local de entonces. Me piden el salvoconducto, algo así como el antiguo pasaporte; después me reclaman el certificado de civismo, similar al carnet de identidad; Y, por si fuera poco, la consigna del día para andar libremente por la calle: “Lutecia contra César”. La ciudad vive en constante vigilancia…
Veo un balcón del que cuelga una cinta negra. Se oyen los gemidos y lloros del velatorio por el difunto en el interior. Poco más allá, una cinta verde, y un ciudadano que trepa por la tubería, en busca de su amante, pues es la señal de que su marido no está en casa. Y, al doblar la calle, sendas cintas rosa y celeste. La vecina ha parido gemelos: hembra y varón.
Distingo perfectamente, como los gatos, cualquier rincón de la calle en penumbra. Mi vista es superior, a falta de alumbrado público. Incluso, cuando estoy en la cima de una colina, soy capaz de diferenciar nítidamente los edificios más lejanos. Mi vida al aire libre me ha acostumbrado a que pueda ver el horizonte con todo detalle.
Amanece. Hay relojes por todas partes. Relojes de arena y agua en viejos caserones medievales. Artilugios mecánicos con muñecos que bailan en el ayuntamiento y en la catedral. Medir el tiempo va asociado a una vida de lujo y de privilegios. El banquero que me aguarda luce un reloj de oro y diamantes en el bolsillo de la chaqueta. Y dentro de su oficina hay inmensos relojes aparadores y de cuco, incrustados en fina porcelana china.
De pronto, el director del banco grita “albricias” y echa a volar su sombrero en señal de alegría. Ha llegado un mensaje del telégrafo que le anuncia, antes que a nadie, la muerte del rey inglés. Venderá sus pagarés a la deuda británica, que luego bajarán estrepitosamente cuando la noticia salga en los periódicos. Hablando de periódicos, hay varias decenas de ellos de todas las tendencias políticas, y se reparten y leen en todas partes. En las escuelas, en los clubs, en el mercado y hasta en las iglesias.
Sin embargo, al pasar por los muelles del río Sena me doy cuenta de que hay quien todavía se comunica de otra manera. Un barco contrabandista emite señales luminosas y mediante banderolas de colores a la orilla. Los rufianes que aguardan allí empiezan a imitar sonidos de pájaros y otros animales: ¡No hay moros en la costa, desembarquemos rápido la mercancía”, parecen querer decirse.
A las doce del mediodía suenan las campanas de las iglesias y se disparan salvas desde el cuartel. Hoy empieza el carnaval. Y el pueblo llano se comunica amor y amistad con un lenguaje sutil: Se arrojan confetis, flores, caramelos, huevos, naranjas… y se abrazan y besan a primera vista. Las familias puritanas observan con binóculos y catalejos, detrás de los visillos de sus viviendas, el paso de la comitiva. Estos artilugios visuales son como su primitiva televisión particular, cuyo mando a distancia todos se disputan.
El banquero me mira compasivamente. Abre un resorte secreto de su gabinete escritorio. Aparece una rosa. De su corola extrae un diminuto y enrollado papel. Lo abre y está en blanco. El banquero lo rocía con tinta simpática y aparece un mensaje dirigido a mi persona: ¡tu tiempo de estancia en este época ha concluido¡
(¢) Carlos Parejo Delgado