AYER, por la tarde, una vez más, volví a recorrer la enorme distancia de asfalto y silencio que me separa de tu casa, para tratar de verte a escondidas a la hora en la que pensaba que regresarías de la biblioteca. Estuve agazapado frente a tu portal no sé durante cuanto tiempo. Pero no regresaste. Cuando ya comenzaba a oscurecer e, inesperada, se iluminó una de tus ventanas, emprendí el camino de vuelta cargando en las espaldas de nuevo mi tristeza.
De camino me pasé a saludar a Cristina, mi buena amiga Cristina, tal vez ya la única que me queda –recordarás que en algunas ocasiones, cuando aún me soñaba a tu lado, te hablaba de ella. Sabía que anoche era la suya la farmacia de guardia.
Llovía.
Aprovechándome de su confianza, y a hurtadillas, tomé prestadas varias cajas de ansiolíticos de esos que, más que tranquilizarte, hacen desaparecer el mundo que tienes a tu alrededor de lo intensamente sedado que acabas estando al poco de ingerirlos. Su resultado es apabullante, demoledor. Podrían hacer dormir durante varios días a toda una manada de caballos salvajes. Lo sé porque lo he observado miles de veces durante los largos años en los que se los estuvieron prescribiendo a la buena de Manuela. Afortunadamente, ahora, está mucho mejor. Una de las cosas que más angustia me ha hecho sentir a lo largo de mi vida, aunque no la que más, ha sido que nunca hayamos podido entendernos realmente, a pesar de haberlo intentado con desespero, más ella que yo.
Pero ya es tarde.
Después me fui de putas. Igual te resulta increíble, pero ha sido la primera vez en toda mi vida. Estuve con Nadja, una hermosa chica rumana de diecinueve años, delgada, no muy alta y de largos cabellos rubios, que, a pesar de su cara de niña, aparenta ser, supongo que por el maltrato y los abusos que ha debido sufrir a lo largo de su corta vida, mucho mayor y se muestra mucho más madura de lo que le correspondería por su edad. Nadja es una mujer, dulce y amable, llena de buenos sentimientos; no dejó de sorprenderme poder encontrar a personas tan humanas como ella en la miserable sordidez de un prostíbulo. Pero, pese a su dulzura, finalmente no hicimos nada. Ella, aparte de cordialidad y sexo, no me podía ofrecer otra cosa. Y lo que yo necesitaba, también en esta noche, era sentir cariño, la fuerza del afecto penetrando por mi piel y corriendo de nuevo por mis venas. Pero nada de eso puede comprarse. Creo que cuando se despidió de mí con una gran sonrisa no exenta de un rictus amargo, le había transmitido, sin intención, parte de mi tristeza. Lo vi en sus ojos verdes. Y lo lamenté profundamente.
En el propio burdel compre una dosis de caballo y me la metí en la sangre rodeado por la mugre añeja de los servicios. También ha sido la primera vez. Fue horrible lo que tuve que hurgar con la aguja hasta alcanzar a encontrarme la vena. Y el fuego que, aunque me sintiese anegado de frío, me recorrió cuerpo y alma cuando la puñetera droga comenzó a circular desbocada por mi torrente sanguíneo. Vomite con violencia. Como no lo había hecho nunca: Y me dolían todas las entrañas. En cierto modo fue un alivio.
Tras regresar a casa, completamente destrozado, tampoco esta noche he logrado apenas pegar ojo. Hace varios meses que no lo consigo durante más de una hora seguida, en realidad no suelo dormir más de ese tiempo en toda la noche, me desvela saber que tu ausencia lo será ya para siempre. Y estoy cansado, muy cansado. Me da mucho miedo la muerte. Pero aún mucho más pavorosa es esta vida sin sentido esperando en todo momento sin esperanza, yo que ya nada espero, el fulgor de un relámpago que apacigüe, al menos por un instante, el intenso, agudo y permanente dolor que en mis pupilas ocasiona esta oscuridad de abismo en la que me encuentro sumido. Pero a este desierto en el que deshabito jamás llegaron los ciclones.
Ahora son poco más de las seis de la mañana. Estoy sentado en el salón de mi casa. Solo. Sobre la alfombra. Todos duermen. Tengo a mi lado el portátil que compré no hace más de una semana. Escribo cosas de vez en cuando, aunque no sé muy bien lo que trato de decirme. No puedo evitar pensar que adquirirlo ha sido tirar el dinero. Aunque eso ya nada importe. Sé bien que, por los demás, por ti, no tengo derecho, no debería hacerlo. Pienso en mis hijas, en Manuela, en los amigos, en el dolor que, sin duda, se les derrumbará de súbito encima cuando me marche prematuramente. Sé que aún hay gente que me quiere, aunque yo ya sea incapaz de sentir en mí ningún afecto ajeno, y que sentirá amargamente mi ausencia durante algún tiempo. Pienso en ti. No, no tengo derecho a hacerlo, pero me puede más el deber imprescindible de no continuar sufriendo. Y ya no soy capaz de imaginar ningún otro modo de lograrlo. Lo he intentado ya todo con el fracaso y la frustración como únicos resultados. Necesito descansar de una vez por todas. Y estoy cansado y tengo sueño, mucho sueño.
Estoy desnudo. Hace frío.
Frente a mí, sobre el terrazo que no alcanza a cubrir la alfombra, se encuentra el tentador recipiente de plástico que contiene en su interior mi salvación definitiva. Lo miro fijamente durante no sé cuanto tiempo, demasiado en cualquier caso –pienso. Acabo de alojar en la palma de mi mano las dos primeras de esas píldoras. Son bastante grandes. Y de color celeste. Un poco menos claras que tus ojos. Estoy temblando y me duelen las piernas. Sudo. Sudo a borbotones. Como cuando iba en busca de tu calor y sólo lograba resbalar y caer de bruces con violencia sobre el hielo de tu desprecio. Cuántas manchas de sangre han quedado para siempre sobre el hielo, cuántas manchas de frío sobre mi piel; penetrándome, anegándome.
Ya está: he conseguido tragarlas. Tras hacerlo no he sentido miedo; es gratificante, al fin, no sentir miedo. Pero no ha dejado de ser un mal trago. Me ha costado un esfuerzo colosal y he sentido como me desollaban de arriba a abajo el aliento y la garganta. Aún es de noche, las siete y trece de la madrugada; debo darme prisa, no quiero que cuando comience a clarear el alba, los tonos rojizos de un nuevo amanecer tintando el horizonte puedan llegar a hacer que me arrepienta. No quiero volver a tener dudas. Ni más miedo. Pero, para poder decirme adiós definitivamente, tendré que ir a por una jarra de agua a la cocina.
Febrero de 2007 / noviembre 2009