El mundo anda hace un par de días
profundamente consternado. Cuán honda tristeza albergan nuestros corazones de
indiferencia y estiércol. Algunos, incluso, hemos derramado —cómo no, en
público; para que conste— nuestra cuota mensual de lagrimitas de cocodrilo. Ah,
pobre Valeria; qué desazón ver su cuerpecito inerte a orillas del río Grande,
como el de otro Aylan de muchos. No habrá de transcurrir mucho
tiempo para que olvidemos a Valeria; somos, como cuerpo social desmembrado y
hecho pedazos, unos más que excelentes maestros de la impostura. Y, entre la
muerte —quizá, en honor a la verdad, sería más correcto hablar de asesinato— de
Valeria y su olvido colectivo programado, no dejaremos ni por un sólo instante
de hacerle de un modo u otro el juego a los criminales que a diario hacen de
esta repugnante mota de polvo a la deriva en el espacio que parasitamos a destajo, una trampa
letal para un ignominioso sinfín de Aylanes o Valerias. Yo me acuso.
La flor del tabaco
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*(Pues si mata… que mate)*
*A Manolo Rubiales –echando humo.*
*Ayer noche, al quedarme sin tabaco*
*–Estaban los estancos y colmados,*
*Los quioscos...
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