Dicen las crónicas que Margarita de Valois fue una de las reinas más bellas y cultas de Francia. Si bien, era delgada, grácil y menuda. Incluso, sus escarpines rosas envolvían unos pies de tamaño de niña. Y es que Margarita aborrecía la moda cortesana de practicar la esgrima desde la mañana a la noche en días de lluvia, o de jugar a la pelota, los naipes y los dados cuando lucía el Sol. Lo suyo era inventar versos e idear discursos reales para los embajadores, a partir de los autores clásicos griegos y romanos. Traducía y hablaba fácilmente las lenguas de las potencias rivales como el español, el inglés, el alemán o el húngaro. Y, en su tiempo libre, disfrutaba con las ilustraciones de artistas como el alemán Alberto Durero, con los picantes cuentos de italiano Decamerón, con los primeros Mapas Mundi, o con el aprendizaje de ciencias médicas y ocultas cuando se reunía con galenos y alquimistas de relumbre. A los 19 años se casó con Enrique IV, a la sazón el primer rey de la Dinastía Borbón. Fueron -según el decir popular- una pareja fiel y unida. Sin embargo, nunca yacían juntos. Sus ambiciones e inteligencias las aplicaban a dúo a las artes cortesanas del disimulo, el espionaje y la intriga. Gracias a éstas dejaron en la cuneta a tres herederos varones, hasta alcanzar el trono de la Flor de Lis. Margarita no es que fuera una mujer fría, como de hielo. Se reunía con sus amantes-espías en una casita del arrabal parisino, alejada del bullicio del Palacio del Louvre. Casita que tenía prudentemente sendas puertas a dos calles y fieles guardianes en sus puertas. Allí dejaba descansar su espíritu y se le inundaban los ojos de ternura. Ninguno de sus cinco amantes sobrevivió a sus hechos heroicos para auparla a reina. Pero Margarita fue guardando sus corazoncitos disecados en cajas ocultas en los amplios bolsillos de su vestido. Por las noches los sacaba afuera, en la intimidad de su alcoba, y recordaba sus vivencias más ardientes, melancólicas y risueñas con cada uno. Entrada en la edad madura una legión de mascotas llenó este vacío sentimental. Entre ellas, su perro Séneca, su gato Demóstenes, su mono tití colgando siempre del hombro, y las avecillas de una inmensa pajarera que alegraba su alcoba. A través de sus rejas las convidaba a bizcochos y chocolate en meriendas que se prolongaban hasta las nueve de la noche, siempre llenas de piares y trinos alborozados que le expandían el corazón.
Para saber más. DUMAS, ALEJANDRO. La Reina Margot. Aguilar. Madrid.1977.
(¢) Carlos Parejo Delgado