El de la política es un territorio de generaciones perdidas. Cuando una generación de políticos -no de ciudadanos que dedican una parte de su vida al servicio de sus conciudadanos- alcanza a hospedarse en la piel de lo público, gran parte de los que la conforman se aferran a ella como garrapatas, luchando por permanecer allí hospedados para el resto de sus vidas, y terminando, más temprano que tarde, por debilitar e infectar gravemente al huésped que los alberga con su parasitismo virulento.
Porque el político-garrapata, con el tiempo, borra de su memoria toda referencia a la intemperie, perdiendo la empatía con aquellos que sufren sus embates, y termina por poner lo público exclusivamente a su servicio y al de aquellos que lo sustentan.
Entretanto, las generaciones posteriores van quedando relegadas al ostracismo, desperdiciándose de este modo un capital social incalculable e irrecuperable; aires frescos que, al no estar aún contaminados por la egolatría pancista de la poltrona, podrían establecer fructíferas relaciones de simbiosis con el pueblo y, antes que nada, para el pueblo.
Por otra parte, cuando una generación de políticos-garrapata termina completando su ciclo parasitario y muere, con tantas generaciones perdidas de por medio, la que viene a sustituirla suele carecer de la experiencia y los conocimientos necesarios para comprender que, en función del bien común, el territorio de la política no es más que un tránsito y no un cálido alojamiento definitivo que les ha sido legado por la gracia divina, con lo que se corre un alto riesgo de que bien pronto acabe transmudándose en una nueva generación de políticos-garrapata.
¿La moraleja? Que cada cual saque la suya.