martes, 17 de abril de 2007

El reloj de cuerda



“El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.”

De “Instrucciones para dar cuerda a un reloj”
Julio Cortazar


Lo que más temía Tristán era que la profunda tristeza que lo atenazaba pudiera ser percibida por sus personas queridas. Pero día a día se le hacía más pesado el gran esfuerzo que le suponía colocarse aquella máscara de inexistente alegría. Una máscara que ya estaba a punto de llevarlo a lo más profundo del abismo de su espíritu atormentado. A ese punto en el que la tristeza acaba siendo sustituida por la ira y el desprecio por todo.

Ese disfraz que se colocaba todas las mañanas al levantarse, y que lo envolvía de angustia durante el resto del día, era, además, la causa de que desde mucho tiempo atrás se negase a reconocer las causas de su desdicha. Pero cada vez era más consciente de que tarde o temprano terminaría siendo derrotado en esa cruenta batalla que mantenía contra la evidencia. Una evidencia que señalaba directamente a su indecisión y a su parálisis; a su miedo al dolor que le acarrearía la radical metamorfosis que precisaba para volver a sentirse realizado como ser humano, y para alejarse de los cenagosos territorios del vértigo funesto que lo situaba en el vacío más absoluto, ajeno al espacio y al tiempo, a la vida. Pero el tiempo transcurría inexorablemente en el interior de la oscura, húmeda y maloliente celda en la que se había recluido, en parte, por voluntad propia y, en parte, por la inercia de las circunstancias.

Aquella mañana, como de costumbre, rebuscó en el armario donde guardaba las pocas expresiones fingidas que le iban quedando, y se dirigió al desagradable encuentro de su monótona cotidianeidad. Pero en aquel disfraz, el mejor de los ya posibles, por primera vez no apareció reflejada su fingida alegría. Su lugar había sido ocupado por un sarcasmo afilado, ácido y malhumorado que, indiscriminadamente, fue proyectando, a todo lo largo del día, sus ponzoñosos dardos sobre los demás y sobre sí mismo.

La persuasión de que acababa de desaparecer la esencia que llevaba escrita en su nombre, y de que, con ella, había perdido lo único que aún le daba cierto sentido a su vida, le hizo sentirse anegado de un terror incontenible que desbocaba su corazón cansado.

Aquella noche, al volver a su a casa, arrancó de su muñeca su sofisticado reloj digital, lo aplastó con el pie y lo tiró al cubo de la basura. Abrió con violencia el armario de las máscaras y las arrojó hacía arriba desde las ventanas subterráneas de su alma desalmada.

A la mañana siguiente buscó el viejo reloj de cuerda que, en su agonía, le había legado su padre y que había estado cubriéndose de polvo y telarañas desde aquel día en un desvencijado cajón olvidado. Recordó entonces con gran remordimiento las últimas palabras de su padre.

- Hijo, esta joya que me ha acompañado casi toda mi vida es ahora tuya. No te olvides nunca de darle cuerda. La vida, hijo mío, se acaba en el preciso instante en que dejamos pararse al tiempo, inconscientes a su fluir inexorable.

Súbitamente, aquellas palabras que nunca había alcanzado a comprender, cobraron sentido para él.

A pesar del espanto que le producía la sospecha de que aquel valioso legado paterno tal vez ya no funcionase, procedió a darle cuerda.

Tic, tac, tic, tac, tic, tac…

Una liberadora sensación de alivio le hizo esbozar una sonrisa mientras, con mimo, lo colocaba en su muñeca. Por primera vez en mucho tiempo había vencido al miedo a hacer lo que deseaba. Y de su determinación no había resultado un desastre.

Pensó que por fin podría tomar las riendas de su vida, dirigirse hacia sus anhelos, mostrarse como era: triste, sí, pero al fin esperanzado. Con su espíritu por primera vez desnudo, salió a la calle, ilusionado y expectante. Pero ahora, tras tanto tiempo ocultando el rostro, ya nadie lo reconocía.

Aterrado, en un acto reflejo de defensa, volvió a intentar dar cuerda al reloj y, en ese momento, el óxido que había ido acumulando durante años hizo saltar en mil pedazos su mecanismo.


6 de mayo de 2004

3 comentarios:

Anónimo dijo...

es muy bueno, Rafa.
El miedo nos paraliza, pero miedo a tantas cosas que en realidad no sé si somos cobardes o demasiado valientes por seguir adelante.
Y no, no es justo.
Un beso.

Anónimo dijo...

Una lucha de todos consigo mismo. Del resultado de esa pelea depende la satisfacción con la que deambulamos por la vida o ... o. PAQUITA

Anónimo dijo...

Gracias, María. El miedo es humano. Y es un sentimiento de los valientes, porque, a quién no lo siente, nunca se le podrá atribuir el valor de enfrentarse al mismo. Si acaso, temeridad. Pero sí, Paquita, no basta con sentirlo, hay que enfrentarse a él. ¿El resultado? será mejor o peor, pero sin enfrentarlo no existirá nunca.

Besos.