Tal vez uno de los mejores modos de explicar el incesante despoblamiento del mundo rural andaluz, así como el de otros muchos ámbitos rurales a escala mundial, sea a partir de la teoría del modelo centro-periferia, también conocida como teoría de la dependencia o del intercambio desigual.
A grandes rasgos, en el modelo centro periferia se establece una dicotomía entre los lugares centrales (que en Andalucía tendrían su expresión en las aglomeraciones urbanas del interior, así como en la aberrante conurbación que se ha configurado y continúa creciendo como un tumor maligno en el litoral al albur de un asalto u abordaje especulativo sin límites) y la periferia (el mundo rural).
En este modelo la periferia juega el mero rol de "reservorio" de recursos de los que se nutren los lugares centrales para propiciar unos procesos de acumulación que parecieran no tener límites. Aunque esos límites se hayan sobrepasado con creces hace ya tiempo.
En este sentido la relación centro-periferia es expresión clara de un modelo colonial en el que los recursos de todo tipo (trabajo, capital, materias primas, etc.) fluyen desde la periferia al centro, y en el que el desarrollo de la periferia se encuentra controlado por el "centro" con el fin de alcanzar los objetivos macroeconómicos, pero también sociopolíticos de aquellos pocos que se benefician de la aberrante dinámica del modelo. Así, los lugares centrales acaban contando con una capacidad "intrínseca" para generar o asimilar y desarrollar cambios innovadores; en tanto que el parco, cuando no inexistente, y siempre insuficiente desarrollo de las áreas periféricas viene en gran parte determinado por las decisiones tomadas en las instituciones del "centro", con respecto a al cual se hayan subordinados mediante una relación de fuerte dependencia.
Visto lo anterior, pudiera parecer que, pese a los problemas que sufren las áreas rurales andaluzas, estos quedarían suficientemente compensados en el ámbito regional por el peso y dinamismo de los lugares centrales en la Comunidad Autónoma. Nada mas lejos de la realidad. Porque el modelo centro-periferia de la Comunidad Autónoma se halla inscrito en otros contextos más amplios en los que Andalucía, en su conjunto, adquiere un papel periférico en sus relaciones con el estado español, y en el que España forma parte de la periferia europea.
Este papel de reservorio al que, dentro del modelo citado, se relega al mundo rural andaluz, ha llevado durante décadas a que apenas se propicien en el mismo políticas de desarrollo que fomenten el aprovechamiento integral de sus recursos endógenos a partir de iniciativas de carácter local o comarcal y con contenido social.
Así, las escuálidas políticas de desarrollo rural en Andalucía, han adquirido el mero papel de instrumento legitimador de una nefasta política permanente de insuficientes subsidios, que mantiene encadenadas a las poblaciones locales a un marco clientelar poco favorable al dinamismo socioeconómico, en tanto que las pocas grandes iniciativas de “activación” económica se producen ajenas al contexto social de estos espacios tanto en la participación de sus habitantes y su continuidad en el tiempo como en el reparto de beneficios. Y, como consecuencia, la incesante sangría poblacional.
Una sangría que, por el abandono al que se ven sometidos estos espacios rurales, acaba ocasionando notables impactos ambientales que socavan aun más sus potencialidades para el desarrollo.
Antes de que cobrasen fuerza estos procesos, los pobladores del mundo rural eran, con carácter general y sin excluir casos y procesos particulares susceptibles de producir notables impactos ambientales negativos, parte integrante de los ecosistemas y desarrollaban un aprovechamiento integral y sostenible de los recursos del medio físico en una relación simbiótica que propiciaba beneficios mutuos.
Con la irrupción del productivismo y su ansia patológica por la obtención de un beneficio fácil (entiéndase esto en el ámbito de la macroeconomía y su patente incompatibilidad con una rentabilidad microeconómica de carácter social) y “cortoplacista” que abandona el aprovechamiento de todo lo que no se considera rentable a gran escala en el contexto del modelo centro-periferia, se descomponen las bases sociales y económicas del mundo rural y sus habitantes se ven abocados a la emigración o a vivir permanentemente en el contexto de una economía subsidiada.
En estas condiciones los ecosistemas, abandonadas las prácticas de manejo desarrolladas secularmente por las comunidades rurales, se ven sometidos a un progresivo proceso de pérdida de biodiversidad y variedad y complejidad paisajística que está dando lugar a un profundo deterioro y homogeneización empobrecedora de los mismos. Así, por ejemplo, ricos mosaicos paisajísticos y valles de una inigualable riqueza y belleza van siendo sustituidos respectivamente por grandes extensiones forestales sin solución de continuidad, que bajo la apariencia y denominación eufemística de repoblaciones forestales ocultan su verdadera esencia de cultivos madereros industriales, y por grandes embalses cuyo objetivo es proporcionar agua a las saturadas y congestionadas áreas urbanas interiores y del litoral o a campos de cultivos intensivos con un elevado impacto negativo, tanto por su, en muchas ocasiones, ineficiente consumo de recursos e insumos, como por su nefasta contribución a la contaminación hídrica.
A estos procesos se suma más recientemente el carácter que se está imprimiendo a las comarcas rurales -y en este caso también a los espacios protegidos inscritos en los territorios intensamente urbanizados- como “reservorio” para la oferta de “ocio” al servicio de los habitantes de las áreas urbanas. Un carácter que, bajo la coartada del desarrollo de un pretendido turismo rural o de la naturaleza asentado en parámetros sostenibles y que, paralelamente, actúe como complemento de las rentas de las poblaciones locales, ya está suponiendo la traslación de los impactos negativos del turismo de masas a estos ámbitos. Un turismo no formado ni informado y que, imbuido por la concepción mercantilista y privatista que preside nuestra sociedad, ha asumido implícita e irreflexivamente que por el mero hecho de pagar por la utilización de un bien, independientemente de que éste sea común o no, se adquiere el derecho a usarlo –en realidad a abusarlo- sin tener que asumir ningún tipo de responsabilidad ni cautela en su disfrute.
Finalmente, todos estos factores (deshumanización, carácter productivista de las masas forestales, mentalidad ególatra e individualista, irrupción de un modelo de turismo cuya irresponsabilidad forma parte de la profunda ineptitud y falta de criterios sociales que preside el conjunto del ahora hegemónico modelo socioeconómico, etc.), son el catalizador ideal para procesos de deterioro, como pueden ser la erosión y los incendios forestales, que vienen a socavar aun más las ya mermadas potencialidades de desarrollo (verdadero desarrollo, desarrollo sostenible en su cuádruple vertiente territorial, ambiental, social y económica) del mundo rural andaluz.
Todo lo expuesto hasta aquí acerca de la degradación y despoblamiento del mundo rural andaluz (que tiene su otra cruz de la moneda en la consecuente saturación de las áreas “urbanas”, aunque tal vez sería mas apropiado llamarlas áreas “inmobiliarias” por apenas compartir los caracteres que definen el hecho urbano), pone de manifiesto cómo este proceso y sus resultados hunden sus raíces en el modelo de “acumulación y desigualdad” capitalista, para el que el territorio, en lugar de ser un elemento vivo y complejo, es sólo un soporte estéril cuya única finalidad es la obtención y concentración de beneficios para unos pocos, con el correspondiente “maleficio” para los muchos. Un modelo de acumulación y desigualdad que tiene su expresión territorial en el ya mencionado modelo centro-periferia, que no es otra cosa que la traducción espacial o territorial del “orden” o desorden que el neoliberalismo necesita para retroalimentarse.
Si a estos procesos de desigualdad como objetivo, sumamos el irresponsable laissez-faire del que hacen gala los poderes públicos, obtenemos como nefasto resultado una inexistencia absoluta de verdaderas políticas de desarrollo rural desde instancias públicas, y lo que es aun peor, de políticas de ordenación del territorio que merezcan esa denominación, con lo que el territorio se “ordena” o configura en función exclusiva de intereses de mercado que se nutren, a modo de parásitos, de la explotación abusiva de recursos tanto humanos como naturales.
De todo lo anterior se infiere que las causas y características de la problemática que sufren nuestros espacios rurales son enormemente complejas y profundas; por lo tanto, no admiten soluciones simples y superficiales.
Se podrán hacer mejoras en todo tipo de materias (más y mejores infraestructuras de transporte, mejores servicios sanitarios, educativos, culturales, etc.), pero sin un cambio profundo del modelo productivo y territorial que nos vayan alejando del productivismo a ultranza y de ese nefasto modelo colonial (o de centro-periferia) que sufrimos tanto internamente como en relación con nuestros contextos territoriales peninsular y europeo, nuestro mundo rural está abocado indefectiblemente a la desertificación y el despoblamiento. Y las áreas centrales al colapso.
Para avanzar hacia ese cambio de modelo tal vez la tarea prioritaria sea acometer el correcto desarrollo y priorización de las dos estrategias básicas de actuación de las políticas de ordenación del territorio.
La primera de estas estrategias, que es en la práctica a la que en la actualidad se da más importancia, consistente en tratar de aprovechar al máximo las posibilidades de desarrollo de los territorios con un mayor potencial de crecimiento. Esta estrategia de la ordenación del territorio, que en la actualidad se “desarrolla” con carácter prioritario o exclusivo y sin apenas intervención pública al ser un mecanismo inherente a la dinámica plagada de disfunciones del actual modelo económico, debería pasar a tener un papel secundario y a ser regulada y planificada desde lo público con objetivos socio-ambientales antes que económicos.
Esta planificación pública debería partir, además, de la resolución de una serie de cuestiones ineludibles: ¿En base a qué criterios y con qué objetivos se definen cuáles son esos territorios con un mayor potencial de crecimiento? Y, una vez definidos, ¿dónde se sitúan los límites a ese “máximo” aprovechamiento y, en el conjunto del mismo, cómo se compatibiliza el desarrollo de diferentes sectores económicos entre sí en el marco de la sostenibilidad? En definitiva, se trataría de establecer limitaciones, algo que no se da en la actualidad en la práctica, tanto al crecimiento de las áreas consideradas con mayor potencial como a la extracción de recursos en aquellas otras en las que este potencial es, teóricamente, menor.
De este modo nos comenzaríamos a introducir en la segunda de las estrategias que habría de procurar la ordenación del territorio: avanzar hacia la configuración de un territorio lo más cohesionado y equilibrado posible, algo para lo que es esencial ese establecimiento de límites en el doble sentido expresado. Esta segunda estrategia, que debería ser prioritaria, hoy no sólo es que ocupe un papel secundario, sino que en la práctica no existe, de modo que el territorio se “ordena” en función del automatismo del mercado y ajeno a cualquier fin de carácter socio-ambiental o de “construcción” territorial.
En las áreas rurales estas limitaciones, como ya se ha puesto de manifiesto, deben dirigirse a evitar que se esquilmen irreversiblemente recursos o bien no renovables (por ejemplo con la destrucción de un valle para la construcción de un embalse), o bien recuperables con mucha dificultad y solamente a muy largo plazo, reduciendo a la vez la transferencia de recursos naturales y humanos a otras áreas, para potenciar su aprovechamiento endógeno. Sólo partiendo de forma ineludible de esta condición es posible comenzar a hablar de la necesaria rehumanización del mundo rural, que es la pieza fundamental o la piedra angular sobre la que deben y pueden girar tanto el desarrollo como la conservación y la protección del territorio en estas áreas.
Y, evidentemente, en estas áreas es también imprescindible, partiendo de la citada potenciación del aprovechamiento endógeno de sus recursos, poner en marcha estrategias integrales de desarrollo rural con una orientación radicalmente opuesta a la que, por lo general, tienen en la actualidad. En este sentido, hay que procurar que dejen de constituirse en meros instrumentos de subsidio destinados a mantener el status quo existente y para la configuración de redes de clientelismo político, para dirigirlos a constituir las bases necesarias para propiciar un desarrollo de carácter endógeno y sostenible, sin la necesidad de posteriores aportes de fondos públicos.
En definitiva, resulta necesario y urgente que comencemos a teorizar sobre una nueva cultura del territorio. Una nueva cultura que, en realidad, y aprovechando los avances tecnológicos y científicos de las actualidad, consistiría más que otra cosa en recuperar la antigua cultura del territorio que ha resultado machacada por la incultura del despilfarro, del individualismo, de la insolidaridad, de la competitividad, del usar y tirar y de los productos basura que, desde hace siglos, han venido siendo los pilares básicos del liberalismo.