lunes, 30 de octubre de 2017

Historias de la calle Alfarería —Barrio de Triana (19). Carmelina, la carbonerita. (Carlos Parejo)


Corre el año 1951, de la más de media docena de carbonerías que hay todavía en la calle Alfarería, la nuestra es de las más chiquitas y humildes. Una ancha puerta de madera pintada de marrón da entrada desde la calle al despacho para los pedidos. Y a su lado, una encalada tapia, rematada con cristales cortados en pico, protege de ladrones el patio donde guardamos la mercancía.

Bajo la escalera que conduce a las habitaciones de la planta alta tengo mi camita. Es un estrecho catre de tablas sobre el que está clavado el almanaque del año. Allí, en mis horas libres, pinto estampas con lápices de colores y leo mi único libro, el de princesas y hadas que me regalaron cuando hice la Primera Comunión, antes de dormirme de puro cansancio.

Y es que cuando vuelvo de la escuela a las cinco de la tarde –almuerzo en el patio del recreo lo que me prepara mamá en una tartera-, tengo que hacer los deberes y ayudar a poner la lumbre, fregar los suelos, cocinar la cena, lavar los platos, ponerme el camisón, y rezar mis oraciones mientras me desenredo y cepillo los cabellos y los introduzco en una redecilla bajo el gorro de noche.

Los sábados por la mañana atiendo con mi hermano la carbonería, pues mi papá ensilla la mula Lucero al carruaje todavía de madrugada y se va calle Alfarería arriba para buscar nuevas pilas de carbón. Nada más ni nada menos que hasta un pueblo de Sierra Morena, de cuyo nombre no me acuerdo. Antes, mi mamá le ha cosido el dinero que necesita en los pliegues de un bolsillo, por si en el camino le asaltara algún maleante o maquis .Cuando vuelve papá, me meten en la bañera de latón y tengo que restregarme enérgicamente el cuerpo con estropajo y cepillo hasta que suelto todo el hollín y las cenizas, que casi me quedo en carne viva de tan roja que se me pone la piel.

Después me encargan una tarea que me mantiene ocupada todas las tardes dominicales. Tengo que despachurrar todas las cucarachas que encuentre en el cobertizo donde se apila el carbón. ¡Ay, Virgencita de la O, perdóname estas atrocidades, pues se que también son criaturitas de Dios¡ Las cucarachas que han resultado bajas en combate las apunto con una tiza en la pared. Mi papá me ha prometido que, cuando llegue al centenar, me hará un gran regalo. Tendré mi primera manta de lana y su correspondiente sábana de hilo, en lugar de esos ropones, que son trapos de remiendos cosidos todos juntos, con los que ahora me abrigo cuando duermo.

(¢) Carlos Parejo Delgado

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