Cecilia, mi madre, se educó librepensadora y, tras un matrimonio de conveniencia, vine al mundo en Sevilla a principios de 1840. Mediada la centuria se enamoró de un estudiante inglés, que hacía el Grand Tour, y nos fuimos a vivir a las afueras de Londres.
Cómo me impresionaron sus calles. ¡Las más ruidosas que vi nunca¡. Durante el día, el roce constante contra el empedrado producido por caballerías, carruajes y ómnibus -aquellos primitivos autobuses tirados por robustos caballos- me torturaba los oídos. Y, cuando éstos cesaban, había que aguantar el traqueteo mecánico y el ulular de las sirenas de los talleres y fábricas de la vecindad. La algarabía animal se unía en la calle con el coro de los vendedores ambulantes. Quizás nunca hubo tantos y todos con su cantinela característica: El lechero, el panadero, el de las flores, el hojalatero, el afilador, el tapicero,…
La urbanidad era extrema en la vida pública. Leíamos algún párrafo de la biblia protestante para consagrar todas las comidas. Cuándo paseábamos por cualquier vía, mi padrastro saludaba quitándose el sombrero a los transeúntes conocidos, tratándolos siempre con su pronombre correspondiente: Excelencia, Vuecencia, Monseñor, Milady,… Y, al pararnos a charlar, estrechaba las manos y hacía una reverencia a la manera de saludo, mientras se golpeaba los talones; al igual que mi madre, que acompañaba la reverencia con una ligera genuflexión.
Desde los primeros días me inculcaron la obligatoriedad de dar la imagen de un hombrecito respetable. Debía pasarme más de una hora ante el espejo para salir impecable a la calle. Me convertía en un clon adolescente de mi padrastro, con su mismo bombín, el traje de chaqueta con corbatín y chalequillo de terciopelo, y la camisa blanca de cuello duro y almidonado,… Y, además, había de caminar con prestancia, es decir, serio, solemne y despaciosamente, como un perfecto caballero. La cosa se complicaba porque para circular adecuadamente debía seguir unas rigurosas normas, no escritas pero si sancionadas por las buenas costumbres, que nadie osaba saltarse. Eso me suponía apartarme y ceder el tramo de acera que ocupaba cuando me encontraba de frente con casi todo el mundo, menos con los trece añeros como yo. Y era, por este orden de prioridades. Primero, las personas ancianas y madres que conducían niños pequeños, por ser las más venerables socialmente y débiles físicamente, y luego con todas las personas mayores por cortesía y educación.
Ninguna persona era nada si no tenía estos buenos modales y, también, si no se mostraba capaz de dominar el arte de conversar de manera amena, correcta y fluida. Los preceptores y tutores nos enseñaban desde la más tierna infancia un reglamento para conducirnos con cada grupo de edad y clase social, así como un repertorio de temas que podíamos o no conversar en público,… Por ejemplo, decir tacos o insultos estaba castigado con el golpeteo de la vara en la mano y una estancia prolongada en el cuarto oscuro.
Mi hermanastra, dos años mayor que yo, se dedicaba a prepararse para un matrimonio exitoso, que debía lograr entre los quince y treinta años a más tardar. Luego nadie la querría y se convertiría en una solterona. Para ello, todas las mañanas recibía clases particulares de dibujo, bordado y costura, cocina, historia, literatura y lenguas modernas como el francés, impartidas por los profesores particulares más afamados de Londres. Las sobremesas las dedicaba a clases de canto y a tocar el piano, así como a aprender cada baile público nuevo que se ponía de moda: el vals, la mazurca, la polka,… Su vida social – siempre acompañada de mis padres o algún familiar mayor que ella- se iniciaba al atardecer y finalizaba de madrugada. Varios días a la semana asistía a las recepciones de invitados o realizaba visitas concertadas a otras mansiones de familias de la misma alcurnia. Más raramente acudía a los eventos deportivos, los music-hall, el circo, y al teatro y la ópera.
En aquel ambiente, leer, pensar y conversar casi iban de la mano. La población analfabeta se reducía a marchas forzadas gracias a las escuelas públicas.
Las fachadas de las casas estaban empapeladas con anuncios y avisos en su planta baja, que trepaban hasta los balcones en las esquinas más concurridas. Los repartidores y quiosqueros de prensa nos voceaban estentóreamente las noticias de cada día. Se leía a todas horas, en cualquier lugar y para todos los gustos. Se editaban escuálidos diarios de usar y tirar, magazines o semanarios más gruesos, y revistas ilustradas lujosas. Con éstas últimas se podía desde explorar la geografía de todos los países del Globo, estar al día de los resultados de las competiciones deportivas, de los crímenes e investigaciones policiales más escabrosas y notables, y de las artes útiles, pues cada año se divulgaba algún gran invento o descubrimiento científico y nos quedábamos embobados con cada artefacto o maquinaria que nacía al calor de la revolución industrial que vivíamos.
El juego –las cartas o el billar-y los deportes de masas servían de válvula de escape a nuestras costumbres tan rígidas y puritanas. Las emociones intensas se desataban en los hipódromos, en las pistas de patinaje y de atletismo y, sobre todo, en los campos de fútbol. En la intimidad se jugaba al criquet y al tenis, pero siempre con suma corrección y cuidando la caballerosidad y la etiqueta.
Un día un amigo de la escuela me contó que su padre y mi padrastro acudían de vez en cuando a los barrios de mala muerte cercanos a los muelles. La nueva iluminación con lámparas de gas los había hecho más seguros de transitar. Hicimos una atrevida exploración por aquellos lugares, disfrazados de ropas zurcidas a la manera de los mendigos. Nos sorprendimos al comprobar que allí el lenguaje del sexo y del vicio no se escondían, y de cómo proliferaban por doquier las casas de placer, las tabernas con gran número de borrachos blasfemadores y pendencieros, e incluso había fumaderos de opio, moda que se había importado de las colonias del Extremo Oriente.
El precedente de las telenovelas que entretienen las sobremesas del siglo XXI eran nuestras novelas literarias por fascículos. Nos mantenían en constante intriga ya que se tardaba meses o años en conocer el desenlace de las aventuras laberínticas que corrían sus personajes. Recuerdo que todo el mundo hablaba en mi juventud de la vida mísera, triste y afligida de los aprendices y obreros mientras leía por primera vez en los periódicos cada entrega nueva del “David Copperfield” de Carlos Dickens.
Las noticias empezaban a correr mucho más que antes. Las cartas – con el nuevo ferrocarril- viajaban rápidamente entre distancias cada vez más grandes. Los carteros –con su uniforme escarlata – iban frenando sus ágiles bicicletas y sin bajarse, encestaban los manojos de cartas en cada buzón de nuestro vecindario. Mi padrastro, ilustre banquero de la City, tenía su propio mozo de los recados. Le traía cada día los telegramas con las noticias más urgentes. Éstos se recibían y enviaban, en cuestión de minutos, en la Oficina de Correos del barrio, gracias a ese gran invento que era el telégrafo eléctrico.
(¢) Carlos Parejo Delgado
1 comentario:
Muy bien relatada...
La vida, desde luego, cómo ha cambiado en estos países ...a veces no todo lo que quisiéramos, porque es más el avance tecnológico que otros...y ahora, ahora la cosa está difícil...volvemos a ver David Copperfield buscando por las calles su supervivencia...Espero que esto cese...es muy doloroso !
Publicar un comentario