jueves, 18 de julio de 2013

Colapso


Eran las dos y media de la tarde
de un día de mediados de diciembre
cuando fluyó, envolviéndome, el silencio,
con la indómita y tórrida violencia
que desata una nube piroclástica,
devastándolo todo, calcinando
con su lengua de azufre y piedras ígneas
las flores y el aliento de los pájaros,
las sendas, los veneros, los amparos,
cualquier atisbo leve de esperanza,
y dejando tras su paso un luctuoso
sudario de cenizas sin confines.
En mi desolación supliqué a Hefestos
ser engullido por la gula innúmera
de aquel turbión de fuego. Pero, sádico,
me mantuvo en el ojo de la bestia,
a salvo de su sed demoledora.
Cuando cesó aquel vendaval sin aire,
era mi espectro en carne viva el centro
de un hórrido baldío sin confines
y mis lágrimas único vestigio
de aquel vergel sembrado de eufonía
donde nunca alcanzó a brotar la música.
De nuevo, hoy, se adivinan, palpitando
debajo de la escoria, brotes tiernos
de cánticos oníricos pugnando
por imponerse al polvo y las escaras.
Pero es muy tarde ya; la primavera
no hará nido en mis tímpanos estériles.


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