lunes, 15 de abril de 2013

Aprender la historia de las maneras de trasladarse y moverse (1): Tartessos (533 AC) (Carlos Parejo)


Yo fui el escriba del rey Argantonio, aquel monarca tan famoso entre fenicios, etruscos y pueblos egeos. Era cuando las tribus del mar nos aventuramos a explorar y descubrir ese mar común que es el Mediterráneo, y aquél Océano Atlántico, que entonces nos parecía si fin y sumido en las tinieblas.

Nuestras naves surcaban los mares desde que salía el lucero de la mañana hasta que lo hacía la estrella vespertina. Las había para hacer negocios, con su perfil barrigón y redondeado y con unos grandes ojos pintados a babor y estribor para ahuyentar a los espíritus maléficos de las profundidades. Aquéllas con la proa como un caballo, con la que pescábamos los atunes. Pero las más impresionantes naves fueron los buques para la guerra. Tenían mortales y puntiagudos espolones en la proa, copiados de los helenos, semejando las embestidas de águilas, ciervos, jabalíes, rinocerontes o tiburones, y llevaban grabados fieros nombres. Su mera visión amedrantaba a los piratas, a la manera de los acorazados yanquis del siglo XX. Ya entonces nos lanzamos a una carrera armamentística. Fabricamos espolones de cobre, poco resistentes. Luego de bronce y, finalmente, de un hierro que cortaba en dos como una cuchilla las embarcaciones enemigas.

Cada pueblo del mar sentía predilección por unos colores con los que las velas de sus naves se divisaban en la lejanía. Los tartessios usábamos velas blancas con un luminoso sol como emblema patrio mientras las embarcaciones fenicias llevaban el escudo del cedro y velas rojas y listadas, o las egipcias se decoraban con jeroglíficos. Los egeos revolucionaron las modas. Al principio se identificaban por sus velas blancas con una orla púrpura. Luego cada ciudad comenzó a usar un animal mitológico o real como caballos y serpientes aladas, jabalíes, hidras,…

Las artes de la navegación eran muy precarias. Toda la marinería acostumbrábamos a orar y practicar ritos y sacrificios ante nuestro Dios protector, ya fuera Neptuno o Poseidón, en el santuario de cada puerto. Más o menos como a partir del siglo XV los arrieros y conductores rezarían al católico San Cristóbal. Incluso, había proas de naves de las que colgábamos geniecillos pintorescos que hacían sentirnos mejor a los más supersticiosos.

Pero a pesar de tantos naufragios como hubo, la avaricia nos empujaba a descubrir nuevas rutas para monopolizar materias primas como el ámbar y el estaño. Los “navarcas” con más de medio centenar de embarcaciones eran las grandes fortunas del Ecumene. Y sus astilleros luchaban por conseguir cada año nuevos navíos de cada vez mayor capacidad y velocidad. Recuerdo las “pentacostas” egeas. Venían desde Samos a Gadir sin hacer escalas -para abastecerse de agua, víveres y pez- en tan sólo un mes lunar y guiándose de los fuegos encendidos en las costas –nuestros primitivos faros-. Tenían cien remeros distribuidos en tres pisos. Y, aunque su aspecto era colosal por lo gigantesco, ningún pirata podía abordarlas de lo rápido que surcaban los mares.

Los héroes contemporáneos realizan imaginarios viajes interestelares. Entonces, había otras dimensiones mucho más limitadas. Los doce trabajos de Hércules, los viajes de Ulises y la búsqueda del vellocino de oro por Jasón tuvieron como escenario el Mar mediterráneo, que nos parecía tan misterioso como peligroso, poblado de cíclopes y sirenas. Y allí nació ese género literario que llamamos “libros de viajes y aventuras”.

Moverse por tierra era otra cosa. Relativamente fácil en la ciudad civilizada y sus alrededores, y mucho más difícil y peligroso cuando nos internábamos tierra adentro.

Empleábamos los carros y los palanquines o sillas de manos para circular por Gadir. Hoy día asociamos los colores extremos -blanco y negro-como los más elegantes para los chasis de los vehículos contemporáneos. Pero esta costumbre es inveterada. Mi rey Argantonio ya acudía en sendos carros tirados por bueyes y caballos blancos a las ceremonias oficiales de la Corte y las procesiones religiosas.

A varios kilómetros de la costa mediterránea predominaban los bosques. Y para atravesarlos había que marchar a pie. Para caminar sin imprevistos sobresaltos sólo valía usar la intuición y los cinco sentidos. Resultaba fundamental estar atento a cualquier ruido en los linderos, observar detenidamente las huellas humanas y de alimañas, el humo de las hogueras en los contornos o interpretar las piedras pintadas que anunciaban que se entraba en el dominio de ésta o aquella tribu o en terrenos prohibidos, como las colinas y bosques sagrados que tanto abundaban.

(¢) Carlos Parejo Delgado

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