Soñé mi autopsia. En una habitación
con azulejos blancos salpicados de vísceras
y coágulos de sangre,
un forense chambón y aficionado
cuyo aspecto siniestro recordaba
al barón Frankenstein de Terence Fisher,
quebró, como si fuese una sandía,
a golpes de martillo y escoplo mi cabeza
y con un gran cuchillo mangorrero,
mellado y herrumbroso,
me abrió en canal del cuello hasta la pelvis.
Aquella operación de cirugía
post mortem repugnante y chapucera,
no me dolió –lo cual, por otra parte,
no deja de ser lógico en un muerto-.
Pero todo cambió cuando, de súbito,
una legión de lóbregas luciérnagas
brotaron de mi estómago escupiendo
cenizas y espantosas maldiciones
–supe sin duda que eran mis anhelos
castrados escapando de su tumba
con quién podía imaginar siquiera
qué pérfidas y oscuras intenciones-.
¡Dolían más que un fuego calcinando
desde la piel al tuétano un ensueño!
Quedaron suspendidas en el aire
un tiempo que se me hizo casi eterno
y luego se lanzaron al unísono
a devorar mis globos oculares:
no lo juzgué ejercicio de maldad,
sino misericordia; ojos –me dije-
que no ven, corazón que nada siente.
Pero mi corazón, todo sentidos,
se desbocaba ahogándose en un cubo
colmado con mi sangre y con mis heces,
oyendo balbucir a las piltrafas
ciegas y anóxicas de mi cerebro
“ya no habrá nunca luz, ya se perdió
por siempre el horizonte y su celeste,
y tú eres sólo un músculo caduco y desahuciado.”
Entonces comprendí que su lugar
lo ocupaba una máquina
que nunca cesaría de latir
negándome el descanso de la muerte.
Y cuando desperté,
el cirujano
aún seguía allí.
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