Vivimos en un mundo, el mundo occidental que, como resultado de su evolución histórica, y tras sufrir guerras y revoluciones, ha visto el triunfo de regímenes y valores democráticos. Entre estos valores, como pilar fundamental, se resalta la tolerancia, elemento primordial para la normal convivencia democrática. Debemos estar dispuestos a admitir que existan diferentes corrientes ideológicas, a que éstas expresen públicamente su opinión y que puedan recibir apoyo de los ciudadanos a través de los sistemas de representación establecidos. Fenómenos como la inmigración, con su efecto de importación de razas, culturas y religiones, han obligado, casi como una necesidad, a fomentar tolerancias que van más allá de la tolerancia política, tolerancias que incluyen lo religioso, lo racial, lo cultural. Vivimos en un mundo que valora la tolerancia como eje de la convivencia. Y eso está bien...pero no es suficiente.
Muchos fenómenos a nuestro alrededor nos demuestran que si queremos una auténtica convivencia humana y fructífera es necesario dar algunos pasos más allá de la tolerancia.
Nos decimos tolerantes y democráticos, pero los intercambios entre ideologías políticas vienen plagados de insultos y acusaciones, de descalificaciones e insinuaciones malévolas. No parece existir un verdadero afán de intercambio de ideas, sino un espíritu de lucha y confrontación. Toleramos a los otros, es cierto, pero ¿ qué entendemos por tolerar ? Según la Real Academia Española de la Lengua tolerar es ‘sufrir, llevar con paciencia’, o también, ‘permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente’. Esas dos definiciones recogen el espíritu real que se esconde tras nuestra presunta tolerancia: soportamos, permitimos otras ideologías, admitimos su legalidad, pero siempre como algo erróneo, como un peso que debemos soportar con paciencia.
Ese enfoque es suficiente para evitar absolutismos, para sustentar regímenes participativos, para que exista libertad. Pero cuando pensamos en enriquecer la convivencia, o cuando pensamos en esa convivencia en entornos reducidos, en convivir en la familia, en un grupo de amigos, en una comunidad de vecinos, en un foro de Internet, en nuestro lugar de trabajo, la tolerancia, simplemente, no es suficiente.
Debemos acompañar la tolerancia de otros valores, de otras virtudes, de otras actitudes, de otros atributos, que realmente nos permitan mejorar como sociedad, como grupo, como personas y que fomenten una convivencia armoniosa al tiempo que enriquecedora.
El primer y necesario paso que deberíamos dar es el paso del respeto. No se trata de sufrir con paciencia ideas contrarias a las nuestras, se trata de respetarlas. Se trata de admitir, pero admitir de corazón, que esas ideas pueden ser tan razonables, quizá tan acertadas, como las nuestras. No se trata de decir ‘yo respeto todas las opiniones’ frase que no suele ser más que eso, una frase, una frase hecha, una frase hueca. Se trata de interiorizar la validez de esas ideas, al menos como hipótesis. De admitir como posible que esas ideas sean acertadas. Esto descarta, entre otras cosas, actitudes insultantes o despectivas. Si consideramos respetables las ideas ajenas, nunca caeremos en descalificaciones: no podemos descalificar algo que nos merece respeto, no podemos insultar o despreciar a alguien por mantener una posición que nos parece respetable e, incluso, de plausible acierto.
Un paso más, en esta escala de convivencia, es acompañar la tolerancia de aprecio, consecuencia casi directa del respeto. Mediante el aprecio, adornamos de cualidades morales, aunque sólo sea en grado de presunción, al que sostiene ideas contrarias a las nuestras. En el terreno político, admitimos que una persona de derechas puede, a pesar de ello, ser bienintencionado y buena persona o, por el contrario, admitimos que una persona de izquierdas puede, a pesar de ello, ser intencionado y buena persona. O que puede ser monárquico y, a pesar de ello, bienintencionado y buena persona, o republicano y, a pesar de ello, bienintencionado y buena persona, o anarquista y, a pesar de ello, bienintencionado y buena persona. Y lo mismo cabe decir, por ejemplo, de un ateo, o de un católico o de un musulmán. Eliminamos el típico maniqueísmo, la típica y tan dañina reacción de corte tribal de pensar que ‘los otros’ son ‘los malos’.
Pero aún podemos ir más allá. Podemos, incluso, incluir la empatía, podemos intentar entender el razonamiento y modo de pensar y sentir de los que no piensan como nosotros. Podemos ponernos en su pellejo, en su cerebro y en su corazón. Liberados de prejuicios por obra del respeto y el aprecio, un ejercicio de empatía, puede, además, aproximarnos a los otros. Tal vez entendamos sus razones, tal vez hasta lleguen a convencernos. En cualquier caso, nos acercamos.
Pero sí creemos que con esto hemos alcanzado la perfección, yo diría que aún no. Diría que, finalmente, deberíamos añadir el atributo del amor, que puede adoptar, según el caso, formas de cortesía, de amistad o de auténtico amor. Quizá este atributo sólo se pueda lograr en grupos humanos reducidos y no, por ejemplo, a escala nacional, pero no deja de ser el objetivo, quizá la utopía. Mediante esta cualidad, cuidamos los sentimientos de nuestros oponentes Porque les apreciamos, porque les amamos, cuidamos de no hacer daño si debemos expresar nuestras diferencias. Nos lleva a poner por delante los sentimientos de quienes apreciamos frente a la mera defensa de nuestras posiciones. Esto no supone una renuncia a nuestras convicciones, sino unos cauces acerca de cómo hacer llegar esas convicciones a quienes no piensan igual.
Realmente, la tolerancia es un valor positivo, es la base de una convivencia en libertad, pero no es suficiente. Si queremos una convivencia armoniosa, si queremos caminar juntos hacia mejores destinos, debemos acompañar esa tolerancia de respeto, aprecio, empatía y amor.
Ignacio González de los Reyes Gavilán
Podéis leer más cosas y saber más de Ignacio en su Mundo Azul y en el Portal Literario El Recreo.