Hoy quiero deleitarme
escribiendo una birria de poema;
quiero decir más birria
que las birrias que escribo por costumbre
contra la discreción y eso que nombran,
no sé por qué razón, buenas costumbres.
¿O es que caso pensabais –qué os pensabais-
que admitiré algún día ser poeta?
Jamás os mentiría en tal asunto
y puede que tampoco en ningún otro
–al menos no a sabiendas.
Así que pongo manos a la obra.
Lo cierto es que no sé de qué escribir;
¡hay tanto, tengo tanto
guardado por decir que al cabo es nada!
Pero va bien la cosa;
aún no he proferido un exabrupto
ni he llegado a ensuciar, ni aun levemente,
un verso con palabras malsonantes.
Tampoco lo he mojado
con la sed de una lágrima, ni lo he roto en pedazos,
aullando contra el mundo y los bastardos
que con fruición lo están despedazando
desde el principio mismo de los tiempos
–la invención del reloj, esa guadaña.
Lo que os dije: una birria.
Porque ¿qué es un poema inmaculado,
un verso virginal, para qué valen,
para qué si neutrales no se mojan
o libres de dolor no nos conmueven?
Apenas valen nada; como mucho
para un deleite absurdo y onanista
de quien sin serlo se soñó poeta
–poeta, qué patético.
Así que ya está bien, ya disfruté bastante;
ahora quiero llorar con toda el alma,
impúdico y febril, escatológico
por la ilusión perdida, por los años
amando sin razón, contracorriente,
contra el desprecio cruel que cada noche,
que todas y cada una de las noches
–y no digo mil y una, digo todas-,
tomando por guarida mi memoria,
me arranca a dentelladas, de raíz sueños y lágrimas.
Y quiero, por qué no, también, aullando
–lo que además me sirve, aún siendo poco,
para lamer las llagas mencionadas-
cagarme en los bastardos, los neutrales,
los birrias que a sí mismos con orgullo
se dan el triste nombre de poeta.