
ERA un maniático como pocos en todo lo relativo a la alimentación; tanto, que no soportaba que nada ni nadie viniese a interrumpirlo durante ninguno de los momentos que dedicaba a cualquier aspecto de esa, para él, excelsa y tan íntima liturgia. Así, cada vez que se disponía a probar bocado, aunque sólo se tratase de un aperitivo, desactivaba el teléfono, y cerraba a cal y canto puertas y ventanas. Algo, por otra parte, innecesario, pues hacía ya varios años que no recibía visita o llamada telefónica alguna.
Cuando abrió aquel envase de natillas –era un apasionado de las natillas- se quedó estupefacto. No, allí no había, como siempre hasta entonces, una sola galletita aderezada profusamente con delicioso y afrodisíaco polvo de canela. No, allí había dos, dos galletitas. Y no pudo evitar preguntarse qué otras sustancias y elementos extraños como pelos, heces, restos de insectos, miasmas, etcétera, al igual que aquella galletita, podían acabar por error o desidia en todo tipo de alimentos envasados, el pan, las pizzas o sus siempre hiposódicas y pulcras ensaladas. E, inmóvil, y sin poder sacarse tales pensamientos de la cabeza, permaneció mirando fijamente aquella amenazante segunda galletita durante minutos, horas, días, etcétera, y fin.