El verdadero miedo no se alimenta de apariciones fantasmales, de muertos vivientes ni de animales mitológicos, sino de la conversión de nuestra vida cotidiana en una pesadilla. El miedo echa raíces en ese preciso instante en el que nuestra vida cotidiana se vuelve extraña y hostil; en el que el amigo se torna enemigo; los vecinos en potenciales cómplices del crimen o el amante se convierte en asesino. El miedo toma consistencia cuando se produce un crimen que pudiera alcanzarnos. No germina en el asesinato excepcional o cuando las víctimas tienen otro color de piel, otra cultura, o pertenecen a ‘un grupo de riesgo’ como las mujeres maltratadas. Esos asesinatos producen rechazo, condena, pero no miedo. El miedo engendra cuando se trata de una familia normal, una chica adolescente y enamorada, una pandilla de jóvenes que vemos todos los días sentados en los bancos de nuestras plazas. El verdadero terror se produce cuando lo que creemos que solo puede ocurrirle a otros, se produce en vidas similares a las nuestras. Pensamos, entonces, que el desorden introducido por el crimen, se resuelve con más orden, con mayor dureza, con mayor control. Aplicamos esta máxima sean cuales sean las circunstancias y los orígenes del hecho, sin razonar en exceso.
Se formula un juicio paralelo, no al asesino y a sus cómplices, sino a toda la juventud, al sistema educativo y al propio estado de derecho. Se comenta que todo esto pasa por una educación demasiado benevolente, por la falta de valores de los jóvenes, por un modelo judicial y penal que no escucha a las víctimas sino a los delincuentes. Es tal la fuerza de este discurso que ha llegado a impregnar las decisiones judiciales, sustrayendo el caso a su tipificación como violencia de género (curiosa muestra inconsciente de que se concede a los crímenes de esta naturaleza un valor inferior, aunque sus penas puedan ser mayores), al poder político que deseoso de fotografiarse con el dolor acepta o promueve el debate autoritario de la cadena perpetua, y de forma singular a los medios de comunicación que, en distinto grado, han colaborado en convertir este asesinato en un espectáculo degradante. Pero, a pesar de la marea social que reclama orden y mano dura, no encuentro ni una sola razón que avale que este crimen se produce por la permisividad del sistema educativo, la sobreprotección de los adolescentes, la falta de autoridad o el uso de las redes sociales en internet. No encuentro ni un signo de facilidad en la vida del autor del crimen, un joven abandonado por el padre, maltratado por su madre, huérfano y casi sin familia, solitario y sediento de afectos. Es más bien una historia de abandono, de desprotección y de falta de redes sociales.
Veo mundos terribles en los que una madre paralítica azota a un adolescente; en el que una niña de apenas 14 años convive maritalmente con un mayor de edad con la aprobación de su madre, sin que se alerten los servicios sociales públicos, o medios de comunicación que compran a precio de saldo la intimidad de menores que debieran estar protegidos. Nada de esto justifica el crimen, ni nos hace simpatizar con el asesino, pero explica mejor los hechos. No ha sido la benevolencia del sistema educativo, ni el excesivo cuidado de la familia lo que ha generado estos monstruos, sino la exclusión social, la lucha sin cuartel por la vida, las realidades ocultas que no queremos ver tras el igualitarismo aparente del consumo. Por eso, en vez de salir a la calle para reclamar la cadena perpetua habría que hacerlo para demandar atención a la exclusión social aunque sólo sea porque, de no hacerlo así, salpicará nuestras tranquilas vidas irremediablemente.
Concha Caballero es profesora de Literatura.
Se formula un juicio paralelo, no al asesino y a sus cómplices, sino a toda la juventud, al sistema educativo y al propio estado de derecho. Se comenta que todo esto pasa por una educación demasiado benevolente, por la falta de valores de los jóvenes, por un modelo judicial y penal que no escucha a las víctimas sino a los delincuentes. Es tal la fuerza de este discurso que ha llegado a impregnar las decisiones judiciales, sustrayendo el caso a su tipificación como violencia de género (curiosa muestra inconsciente de que se concede a los crímenes de esta naturaleza un valor inferior, aunque sus penas puedan ser mayores), al poder político que deseoso de fotografiarse con el dolor acepta o promueve el debate autoritario de la cadena perpetua, y de forma singular a los medios de comunicación que, en distinto grado, han colaborado en convertir este asesinato en un espectáculo degradante. Pero, a pesar de la marea social que reclama orden y mano dura, no encuentro ni una sola razón que avale que este crimen se produce por la permisividad del sistema educativo, la sobreprotección de los adolescentes, la falta de autoridad o el uso de las redes sociales en internet. No encuentro ni un signo de facilidad en la vida del autor del crimen, un joven abandonado por el padre, maltratado por su madre, huérfano y casi sin familia, solitario y sediento de afectos. Es más bien una historia de abandono, de desprotección y de falta de redes sociales.
Veo mundos terribles en los que una madre paralítica azota a un adolescente; en el que una niña de apenas 14 años convive maritalmente con un mayor de edad con la aprobación de su madre, sin que se alerten los servicios sociales públicos, o medios de comunicación que compran a precio de saldo la intimidad de menores que debieran estar protegidos. Nada de esto justifica el crimen, ni nos hace simpatizar con el asesino, pero explica mejor los hechos. No ha sido la benevolencia del sistema educativo, ni el excesivo cuidado de la familia lo que ha generado estos monstruos, sino la exclusión social, la lucha sin cuartel por la vida, las realidades ocultas que no queremos ver tras el igualitarismo aparente del consumo. Por eso, en vez de salir a la calle para reclamar la cadena perpetua habría que hacerlo para demandar atención a la exclusión social aunque sólo sea porque, de no hacerlo así, salpicará nuestras tranquilas vidas irremediablemente.
Concha Caballero es profesora de Literatura.