Tras la siesta me traslado a la alberca real del Palacio, la del patio de las fuentes, donde me baño. Mi servidumbre ha esparcido, para aromatizar las aguas, hojas de Jacinto, menta, rosa y sándalo. Tras jugar a hacer la rana y el sapo que se zambulle a lo profundo, salgo y me envuelvo en un albornoz del mejor lino. Una vez mi cuerpo queda seco, comienzan los esclavos con las fricciones musculares a base de óleos y ungüentos, hasta que mis músculos y articulaciones se encuentran como los de un recién nacido. Es el momento ideal para irme a la biblioteca. Sobre sus anaqueles consulto las tablillas del autor de moda, un griego vagabundo llamado Homero. Están hechas de barro cocido y esmaltadas en oro en sus extremos. Las letras pintadas de negro destacan nítidamente sobre el esmalte de blanco marfil que recubre cada tablilla.
Cae la tarde y acudo al paseo de las cortesanas en los jardines del muelle. Allí saludo a la nobleza y me distraigo viendo como se forman colas de caballeros que siguen a una u otra carroza, según el grado de admiración por la belleza de la mujer que lleva dentro. Llegada la noche acudo al harén. Allí me devano los sesos en elegir a la mujer que me acompañe. Ahora todas lucen un complicado trenzado que les oculta las orejas, prendido con sujetadores de marfil. Ha llegado a nuestras costas la moda de peinarse como en una de nuestras colonias: Tartessos.
Una vez satisfecho el apetito carnal y tras una ligera cena paso al dormitorio. Está iluminado por un débil candil. En los meses de frío se le añade un hornillo de pie, para calentar el habitáculo. Esto no obsta para que la mujer que me acompañe aporte su luz propia, con esas uñas de pies y manos untadas de fósforo, que resplandecen incandescentes. Se trata de la arpista real, cuya voz desgrana lentas melodías acompañadas de su instrumento, que me van dejando imperceptiblemente dormido. Mis últimas miradas son para la figurilla escultórica que simula una escena escandalosa y reposa en mi mesilla de noche, para que me traiga dulces sueños, y para el vaso donde guardo mi Dios personal, para que las horas hasta el amanecer no sean funestas.
Para saber más: NUÑEZ ALONSO, ALEJANDRO. Sol de Babilonia. Planeta. Barcelona. 1967.
(¢) Carlos Parejo Delgado
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