En lo alto del monte Vaia estoy enterrado junto a mi mujer, contemplando la inmensidad del Océano Pacífico y mi último hogar en la Tierra. La enfermedad de la tuberculosis me condujo, tras una larga peregrinación por medio mundo, a esta isla tropical, casi sin frio, donde el año se reparte entre una estación de lluvias y ciclones y otra seca y soleada (de octubre a mayo). La planta baja la ocupaban nuestros criados samoanos. Sus pilares estaban pintados de colores intensos-añil, rojo y, amarillo- de los que colgaban las tazas labradas en nueces de coco y las calabazas para el agua. Su mobiliario se limitaba a esteras trenzadas con fibras vegetales, en las que se sentaban, comían y dormían. Sólo tenían un adorno, el de sus collares de concha rodeando cada hueco o ventana. Nosotros vivíamos en la planta alta. Las paredes las decoramos con fotografías y retratos de nuestra larga historia viajera y algunas piezas exóticas como las estatuas de dos budas indios. Puertas vidrieras separaban las diferentes habitaciones y el único lujo de que disponíamos era una larga mesa de ébano y una vajilla de porcelana, para recibir invitados. El agua para el baño y para la cocina nos llegaba desde unas tuberías de latón que la bajaban por gravedad desde el monte cercano.
En Villa Vailima había lugares para soportar mejor los meses lluviosos, eran las habitaciones traseras, pegadas a las laderas de la selva montuosa. Allí sólo se oían voces aladas: durante el día de todo tipo de pájaros y, al ocaso, los lúgubres acentos de los murciélagos nocturnos. Aquí estaba mi dormitorio con mosquitero, consistente en una gran cama de madera de caoba y una mesilla de noche en la que reposaba un barómetro para conocer el tiempo que se avecinaba; junto a él, mi gabinete de trabajo tenía una mesa y una cómoda butaca, un piano siempre forrado con una estera trenzada con fibras de cocotero y unas paredes tapadas con miles de libros forrados igualmente en cuero (para que no los corrompiese la humedad). En las habitaciones que daban al mar pasábamos los días soleados, protegiéndolas con estores de telas colocados en las ventanas para que no entrara tanto fulgor de luz, o salíamos a las sombradas barandas perimetrales para sentarnos al aire libre. Junto a ellas había dos pistas de tenis donde jugar y distraer los momentos de ocio, mientras los nativos optaban por charlar y bailar el hula. Y, sobre todo, teníamos muy cerca el huerto donde cosechábamos frutas y verduras para sustento propio y pequeñas plantaciones de vainilla o cacao para vender fuera.
Para saber más: PIERRE, ALEXANDRA. Fanny Stevenson. Plaza y Janés.Barcelona.1993.
(¢) Carlos Parejo Delgado
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