Hoy
que todo el mundo habla de la revolución de las telecomunicaciones Y
del milagro de poder comunicarse instantáneamente dos personas que
habitan en las antípodas del planeta Tierra, he vuelto la vista atrás y
me he preguntado: ¿Nos comunicamos mejor o peor que en tiempos pasados?
Y de ahí, estas reflexiones.
Al
llegar a las murallas, desde mi lejana Gades fenicia, me sorprende que
los guardianes sean políglotas. Me entienden perfectamente. Y es que se
considera requisito indispensable este don de lenguas, para ejercer
dicho cargo, y así poder entenderse fácilmente con las innumerables
embajadas y caravanas que confluyen a la que se considera capital del
Mundo conocido. Mientras espero que sellen mi salvoconducto, observo
una curiosa manera de dar las horas de la primera vigilia. Los
centinelas tocan clarines y tambores, mientras se encienden antorchas
en las azoteas del templo zigurat y del palacio. En un banco descansan
banderas de múltiples tonalidades. Pregunto su función y me explican
que se izan en las torres cuando hay que informar de contagios, del
peligro de invasión y un largo etcétera.
Todos
los comerciantes que entran llevan una tablilla de cerámica, anudada al
cuello, con su nombre y oficio. Las prostitutas, hay más de cinco mil,
tienen una marca de fuego en el muslo y han de llevar el pecho derecho
expuesto. Los sacerdotes se distinguen por su cráneo rasurado. Los
altos dignatarios lucen barbas postizas más refinadas que el resto.
Además, portan collares ensartados de perlas, y lujosos cordones y
pectorales con símbolos labrados en oro de las divinidades. Las damas
de alcurnia se dejan conducir en sillas de mano y literas. Las acompaña
su típico séquito de doncellas y guardias. Y, por supuesto, no faltan
su guardamosca, su sombrillero y su abaniquero particular. Las que son
vírgenes visten de color malva; las que ya no lo son de tonos verdes, y
las que han parido, de amarillo.
Mientras
me interno por las calles de la ciudad, me doy cuenta de que los
gobernantes han grabado en piedra lo esencial que debe saber la plebe.
En la vía del templo hay lápidas representativas de todas las fiestas
religiosas del año.
En la plaza principal un obelisco, donde están
escritos los códigos y leyes. De hecho, hay un barrio de artesanos
lapidarios. Aunque su principal demanda es sembrar el país de cientos
de estelas conmemorativas que ensalzan todos los logros del monarca de
turno. Además, los empleados de la corte colocan en lugares céntricos,
multitud de tablillas con notas y avisos importantes, cuando no los
recitan los voceros en plazas, explanadas y murallas. Hay otra
comunicación no oficial, que me divierte. Los poetas de la Corte narran
cada semana en el zoco aquellos principales acontecimientos que en
ella se producen. Y luego éstos son reproducidos en los barrios por
ciegos, mendigos y tullidos, puestos en cualquier esquina, a cambio de
una limosna.
En
el zoco hay figuras geométricas trazadas en grandes tablillas, que
basta mirar y no hay que leer, para indicar donde se aparcan camellos y
caballerías, el sitio de la lonja o de la posada. Hay una subasta de
esclavos. Su valor se expone enseñando monedas de distintas formas y
colores. Piezas laminadas rectangulares de plomo y cobre, y otras
redondas de oro y plata. Cuando alguien adquiere la mercancía en una
subasta, le basta con alzar la mano, bajar la cabeza y llevarse luego
idéntica extremidad al pecho.
La
mayoría de las gentes son analfabetas. El niño que acude a una escuela
de escribas tiene el porvenir asegurado como funcionario o sacerdote.
Allí se instruye en la escritura en tablillas de cerámica fresca, para
los documentos oficiales; de barro seco, para otros asuntos, y en el
manejo de la tinta y el papiro. Éste tiene un uso muy particular. Los
espías escriben sus mensajes en ellos y los cosen a los forros de los
vestidos de sus colaboradores, para informar al exterior. En los
hogares el pueblo llano apenas lee sino que canta o recita historias
aprendidas de memoria. Pero tiene decenas de amuletos y figuras de
arcilla. Unas para encontrar pareja, otras contra el mal de ojo o no
enfermar, las de más allá para los dioses que atienden cada necesidad
cotidiana.
Las
viviendas son sencillas chozas de barro y paja, excepto las que se
decoran con multicolores barros vidriados. En éstas viven los
dignatarios palaciegos, militares y religiosos. Éstos últimos no sólo
guardan las divinidades a las que se reza, sino que tienen un ejército
de nigromantes, que leen el porvenir en los astros, e intérpretes de
sueños, a los que los altos dignatarios deben consultar antes de tomar
cualquier decisión. Por si fuera poco, una larga cola de personas
espera diariamente en la entrada a que les presten alimentos – tienen
el 90 por ciento de las tierras-, o dinero en metálico, a precios de
usura.
© Carlos Parejo Delgado
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