lunes, 28 de enero de 2013

Viaje por el túnel del tiempo de las comunicaciones (1): Babilonia (800 AC) (Carlos Parejo)

Hoy que todo el mundo habla de la revolución de las telecomunicaciones Y del milagro de poder comunicarse instantáneamente dos personas que habitan en las antípodas del planeta Tierra, he vuelto la vista atrás y me he preguntado: ¿Nos comunicamos mejor o peor que en tiempos pasados? Y de ahí, estas reflexiones.

Al llegar a las murallas, desde mi lejana Gades fenicia, me sorprende que los guardianes sean políglotas. Me entienden perfectamente. Y es que se considera requisito indispensable este don de lenguas, para ejercer dicho cargo, y así poder entenderse fácilmente con las innumerables embajadas y caravanas que confluyen a la que se considera capital del Mundo conocido. Mientras espero que sellen mi salvoconducto, observo una curiosa manera de dar las horas de la primera vigilia. Los centinelas tocan clarines y tambores, mientras se encienden antorchas en las azoteas del templo zigurat y del palacio. En un banco descansan banderas de múltiples tonalidades. Pregunto su función y me explican que se izan en las torres cuando hay que informar de contagios, del peligro de invasión y un largo etcétera.

Todos los comerciantes que entran llevan una tablilla de cerámica, anudada al cuello, con su nombre y oficio. Las prostitutas, hay más de cinco mil, tienen una marca de fuego en el muslo y han de llevar el pecho derecho expuesto. Los sacerdotes se distinguen por su cráneo rasurado. Los altos dignatarios lucen barbas postizas más refinadas que el resto. Además, portan collares ensartados de perlas, y lujosos cordones y pectorales con símbolos labrados en oro de las divinidades. Las damas de alcurnia se dejan conducir en sillas de mano y literas. Las acompaña su típico séquito de doncellas y guardias. Y, por supuesto, no faltan su guardamosca, su sombrillero y su abaniquero particular. Las que son vírgenes visten de color malva; las que ya no lo son de tonos verdes, y las que han parido, de amarillo.

Mientras me interno por las calles de la ciudad, me doy cuenta de que los gobernantes han grabado en piedra lo esencial que debe saber la plebe. En la vía del templo hay lápidas representativas de todas las fiestas religiosas del año. 

En la plaza principal un obelisco, donde están escritos los códigos y leyes. De hecho, hay un barrio de artesanos lapidarios. Aunque su principal demanda es sembrar el país de cientos de estelas conmemorativas que ensalzan todos los logros del monarca de turno. Además, los empleados de la corte colocan en lugares céntricos, multitud de tablillas con notas y avisos importantes, cuando no los recitan los voceros en plazas, explanadas y murallas. Hay otra comunicación no oficial, que me divierte. Los poetas de la Corte narran cada semana en el zoco  aquellos principales acontecimientos que en ella se producen. Y luego éstos son reproducidos en los barrios por ciegos, mendigos y tullidos, puestos en cualquier esquina, a cambio de una limosna.

En el zoco hay figuras geométricas trazadas en grandes tablillas, que basta mirar y no hay que leer, para indicar donde se aparcan camellos y caballerías, el sitio de la lonja o de la posada. Hay una subasta de esclavos. Su valor se expone enseñando monedas de distintas formas y colores. Piezas laminadas rectangulares de plomo y cobre, y otras redondas de oro y plata. Cuando alguien adquiere la mercancía en una subasta, le basta con alzar la mano, bajar la cabeza y llevarse luego idéntica extremidad al pecho.

La mayoría de las gentes son analfabetas. El niño que acude a una escuela de escribas tiene el porvenir asegurado como funcionario o sacerdote. Allí se instruye en la escritura en tablillas de cerámica fresca, para los documentos oficiales; de barro seco, para otros asuntos, y en el manejo de la tinta y el papiro. Éste tiene un uso muy particular. Los espías escriben sus mensajes en ellos y los cosen a los forros de los vestidos de sus colaboradores, para informar al exterior. En los hogares el pueblo llano apenas lee sino que canta o recita historias aprendidas de memoria. Pero tiene decenas de amuletos y figuras de arcilla. Unas para encontrar pareja, otras contra el mal de ojo o no enfermar, las de más allá para los dioses que atienden cada necesidad cotidiana.

Las viviendas son sencillas chozas de barro y paja, excepto las que se decoran con multicolores barros vidriados. En éstas viven los dignatarios palaciegos, militares y religiosos. Éstos últimos no sólo guardan las divinidades a las que se reza, sino que tienen un ejército de nigromantes, que leen el porvenir en los astros, e intérpretes de sueños, a los que los altos dignatarios deben consultar antes de tomar cualquier decisión. Por si fuera poco, una larga cola de personas espera diariamente en la entrada a que les presten alimentos – tienen el 90 por ciento de las tierras-, o dinero en metálico, a precios de usura.

© Carlos Parejo Delgado

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