jueves, 26 de abril de 2018

Nocturno


Caminaba sin rumbo
por las calles mugrientas
de la ciudad en calma.
El movimiento sísmico,
unido a la tormenta,
había desalojado
de su lóbrego lecho
a un sinfín de alimañas
de sentina y peanas,
que ahora yacían exánimes
decorando el asfalto
mustio con el gris lánguido
de su pelambre ajado:
qué visión tan grotesca
y onírica, tan rara
e irreal hermanando
toda la podredumbre
de la urbe a una ilusoria
imagen de limpieza.
Pensó que era una tregua
y que enseguida el sol
con sus zarpas de azufre
animaría de nuevo
el gélido torrente
sanguíneo de la Bestia,
la cual, con atrasada
gula por el letargo,
vendría a poner fin
a las últimas briznas
de paz imaginaria.
Y se sintió, de súbito,
anegado por unas
ansias irrefrenables
de correr al encuentro
de un nuevo sol sin sombra
de nieblas saturadas
de agujas de sulfuro.
Y corrió desbocado,
sin aliento, arropado
por un maná pagano
de imprevistos eclipses.
Corrió —por cuánto tiempo—
hasta gastar del todo
sus pezuñas y, aún más,
hasta que apenas tuvo
por alma la memoria
frágil de unos muñones;
y al cabo, ya sin aire,
se detuvo, con sólo
tierra quemada atrás
y adelante un abismo
sin retorno: el vacío.
Se oía el tropel del alba
anunciando en sus cascos

el final de los tiempos.

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