A menudo, los defensores de las corridas de toros –no seré yo quien llame fiesta a espectáculo tan deplorable y monstruoso– utilizan la expresión “en buena lid” para referirse a la pugna desigual que se produce entre el astado y sus verdugos. En buena lid: esto es, como poco, una aberración, una perversión del lenguaje. Porque esa “pugna” no se lleva a cabo por buenos medios ni de un modo ecuánime y justo. En ella, el toro se encuentra solo y, amén de desconocerlo, carece de preparación alguna para el espantoso destino que le espera. Por el contrario, sus verdugos actúan en cuadrilla, tras un concienzudo entrenamiento para el fin que pretenden y con unas más que manifiestas premeditación y alevosía. Todo esto queda bien reflejado por las estadísticas o, si se prefiere, por una evidencia tal, que, su sola mención, de no ser tan necesaria, habría de ser calificada de perogrullada: en cada corrida pierden la vida seis toros, seis, en tanto que, salvo en muy contadas y excepcionales ocasiones, y por fortuna, los matadores y sus secuaces suelen concluir sus faenas sin daño alguno. De modo que, más que de pugna en buena lid, deberíamos hablar de inmolación, masacre, de un salvaje holocausto en el que varios animales, en indiscutible desventaja respecto a sus ejecutores, son torturados impunemente hasta la muerte. Nadie piense que con estas modestas reflexiones trato de convencer o, menos aun, vencer a nadie; allá cada cual con su conciencia. Y con sus virtudes y miserias. Mi única pretensión es que, al menos, comencemos a llamar a cada cosa por su nombre.
La flor del tabaco
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*(Pues si mata… que mate)*
*A Manolo Rubiales –echando humo.*
*Ayer noche, al quedarme sin tabaco*
*–Estaban los estancos y colmados,*
*Los quioscos...
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