Su ubicación cercana al Palacio del Louvre y su elegante aspecto revelaban que allí vivía una familia aristócrata. La mansión tenía una notable cancela y una enorme puerta de roble con clavos de oro, que los criados atrancaban por las noches con una barra de hierro. Su planta baja era bastante corriente y sencilla: Un patio donde aguardaban literas de mano y carruajes, anejo al establo, los fogones de la cocina y los dormitorios del servicio.
En la planta alta se encontraba un gran salón de estar donde recibían las visitas, iluminado con velones de cera rosa. Servía a la vez de sala de baile y clases de esgrima, así como de cuarto de costura de bordados, encajes y sombreros de plumas. Tras él se abría el gabinete de la madre, decorado con tonos oscuros y sombríos, como mandaba su estado de viudez, por lo que vestía eternamente de luto con apenas cincuenta años. La hija, actual Señora de Sauve y Dama de honor de la Reina de Francia, tenía aquí su domicilio fuera de palacio. En su alcoba los únicos hombres que entraban eran sus amantes. Y lo hacían por una escalera de caracol que daba a una puerta disimulada que tenía acceso por un callejón trasero tan estrecho como poco transitado, y se abría al escuchar ella su contraseña personal: Eros-Cupido-l´amour.
Su alcoba estaba presidida por un gran espejo veneciano desde el que se contemplaba toda la sala y con el que conversaba, buscando su aprobación, cada vez que estrenaba elegantes vestidos diseñados por el sastre de moda de la Corte, o bien cuando se peinaba o probaba un nuevo maquillaje. Estaba escoltado por cuadros con escenas mitológicas de contenido libidinoso como Faunos persiguiendo a ninfas desnudas que corrían por el bosque; o el loco Dios Cupido disparando sus flechas del amor, con los ojos vendados, a muchachas desnudas que se bañaban descuidadamente en el río. Su catre estaba cerrado por gruesos cortinajes de seda–soportados por columnas de mármol blanco- que lucían bordados con flordelises de oro sobre paño azul, como los de la Realeza, que estaban a juego con el tapizado de las paredes. El colchón era de muelles plumas de ganso. Lo cubrían finas sábanas de batista de Holanda, perfumadas con agua de rosas, e infinidad de gruesos y blandos almohadones de terciopelo color cereza. Al lado derecho estaba su tocador, donde se esparcían toda clase de accesorios: Frascos de sales y perfumes; peines de marfil, pastas de carmín para los labios, tizas y coloretes, contornos de ojos… A la izquierda se encontraba la mesilla de noche donde guardaba bajo dos llaves diferentes en sucesivos cajones su correspondencia íntima y su colección de alhajas, joyas y pedrerías. En cuatro cofres de cada esquina de la habitación estaban plegados ordenadamente sus ejércitos de vestidos según fueran para dormir y estar en casa, salir de calle, ir de campo y, por supuesto, los trajes de ceremonia. Una pequeña habitación aneja era su oratorio privado. Un reclinatorio de madera de palisandro finamente labrado miraba hacia la imagen de un Cristo crucificado. La escoltaban sendas pinturas de un hondo misticismo, representando a los austeros ermitaños del desierto meditando en sus cuevas con calaveras cogidas de las manos, y la escena del éxtasis de Santa Juana de Arco, patrona de Francia. En una vitrina acristalada, detrás de la puerta, la Señora de Sauve guardaba las armas en miniatura que usaban las mujeres para pasear más seguras por las peligrosas calles de entonces: puñalitos, pistolines y pequeñas dagas de afilado corte.
Para saber más: DUMAS, ALEJANDRO. La Reina Margot. Año 1845. Editorial Océano. Barcelona. 1982.
(¢) Carlos Parejo Delgado