En este país de todos los demonios llevamos décadas escuchando hablar de reconciliación a los verdugos, los pusilánimes y los traidores. Y, en los últimos tiempos, de la transformación del Valle de los Caídos, ese monumento a la ignominia, en un lugar para la reconciliación. ¿Reconciliación? ¿Qué reconciliación? ¿Con quiénes debería yo, carne y sangre de los vencidos, de los perseguidos, de los encarcelados y ajusticiados por el Régimen, reconciliarme? ¿Con los golpistas que condujeron a España a una guerra civil que ocasionó en torno a un millón de muertos y obligó al exilio a otro medio millón de españoles, entre ellos unos buenos pocos de mis familiares? ¿Tal vez con el fascista criminal que asesinó de un tiro a mi tío Carlos, cuando apenas contaba 17 años y se encontraba absolutamente indefenso y desarmado? ¿Con los corruptos guardias civiles franquistas que periódicamente acudían a robar manu militari a la tienda de ultramarinos de mis abuelos maternos en una época en la que cada cual contaba sólo con lo justo para sobrevivir? ¿O con la legión de mamarrachos que hoy siguen rindiendo homenajes al genocida y sus secuaces sin que ningún juez ni fiscal venga a mover un puñetero dedo para evitarlo como correspondería en un país verdaderamente democrático? ¿Reconciliación? ¿Sin memoria, verdad, justicia ni reparación? ¿Reconciliación en tanto los restos de mi tío Carlos continúan olvidados en quién sabe qué cuneta o fosa común? ¿Reconciliación mientras los cachorros de aquel fascismo continúan campando a sus anchas por el solar patrio? No, con tales mimbres no puede haber reconciliación. Y resulta un insulto sin parangón a la inteligencia que nos hablen de su necesidad y convenienciai. Porque tal reconciliación no sería otra cosa que la aceptación de la prolongación de la ignominia. Porque tal reconciliación supondría tener que arrancar una página, tal vez la más sangrienta, de nuestra historia. Y en cuestiones históricas, cuando se dan las condiciones para ello, es necesario, por positivo, pasar página, pero nunca arrancarlas de raíz, jamás el olvido. Lo pueblos que olvidan su historia —se dice y con razón—, están condenados a repetirla. ¿Reconciliación? ¿Qué reconciliación?
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