Le encantaba que se lo hiciese por detrás. Pero yo temía causarle daños graves en el recto sin que pudiese percatarse a tiempo. Aquella maldita enfermedad rara, insensibilidad congénita al dolor con anhidrosis, la misma que padecía uno de los personajes de aquel autor sueco que la palmó en la flor del éxito. Su trilogía fue, tras su muerte, ampliada con una cuarta entrega que escribió otro tipo a partir de unas notas suyas. Cosas del insensato negocio editorial de este agonizante capitalismo tardío. Durante años le estuve echando huevos con tal de complacerla, pero un día, jamás olvidaré aquel uno de enero, no pude soportarlo por más tiempo. No pienso follarte nunca más el culo -le dije. Ella, en un espantoso arranque de locura, comenzó a autolesionarse con saña; había salpicaduras de sangre hasta en el techo. Ya no me quieres, nunca me has querido, oh, Dios mío, nunca nadie en toda mi jodida vida me había hecho tanto daño como tú ahora -gritaba sin cesar como una posesa en tanto mi espanto crecía y crecía ante la posibilidad de que acabase desangrándose como un puñetero cerdo por San Martín. Esa misma noche se marchó. Nunca he vuelto a saber de ella. Y no creo que pueda llegar a superarlo por muy larga y placentera que pudiese alcanzar a ser mi ahora tan poco apetecible existencia. Por otra parte, en el monasterio no se vive mal, pero la echo mucho de menos. Y me atormenta la idea de que por mi causa pudiese estar muerta. Menos mal que tengo al hermano Esteban. No es lo mismo, pero tampoco es mal consuelo.
La autodestrucción comienza por un trasero poco abastecido y vagamente amado...
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