Cuando nací, allá a finales del siglo quince, no era más que dos ringleras de casas de partida, de esas de una o, a lo más, dos plantas. Escoltábamos el camino real a Extremadura en su entrada a Sevilla.
Allí vivían entonces hortelanos de la Vega trianera, alfareros que hacían arte cerámico con las arenas y limos del Guadalquivir, pescadores de río y numerosos posaderos, tratantes de caballerías y carreteros que atendían a los viajeros recién llegados.
Al final de la calle me veía obligada a hacer un recodo para trepar suavemente al Altozano, desde el que se tendía el puente de tablas sobre barcas que comunicaba con las puertas de la Sevilla amurallada. A mi izquierda, el Castillo de la Inquisición o de San Jorge dominaba la mirada de los vecinos, que observaban el reloj de sol de su torre para saber las horas del día.
(¢) Carlos Parejo Delgado
¡La inquisición, qué hermosos tiempos!
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