En los últimos tiempos hemos llegado en España a tal grado de
enajenación delirante en lo relativo a tan exacerbadas como estúpidas
susceptibilidades en cuanto a variopintos sentimientos propios heridos
por las opiniones del otro, que se te escapa, por poner un ejemplo lo
más gráfico posible, un pedo en medio de una homilía o te lo tiras
adrede durante la eucaristía, y terminas imputado a causa de esa
incontinencia irreprimible o por ejercer el tan de mal gusto como
legítimo derecho que a todos nos asiste, a la libertad de expresión
anal. Y esto, digo estas imputaciones en todo punto estólidas y fuera de
lugar en un estado que se presume democrático, tolerante y libre, está
dando como resultado, entre otras consecuencias indeseables, un colapso
sin parangón en nuestro sistema judicial, aún tan lastrado por los
pesados vicios acumulados por décadas de dictadura. Colapso que, en
tanto nuestros sesudos magistrados se hallan ocupados en dirimir si
tantas y tantas ventosidades denunciadas por presuntamente ofensivas
merecen, tras las preceptivas ordalías, ser castigadas con la hoguera,
puede llevar y de hecho ya está llevando a la prescripción de, en este
caso sí, un buen número delitos punibles cometidos por los grandes
delincuentes de cuello blanco que hoy campan a sus anchas por nuestro
famélico por esquilmado solar patrio. ¿Será todo ello algo espontáneo
fruto del secular provincianismo del que adolecemos los españoles, o una estrategia orquestada por las muy
patrióticas mafias de la corrupción y el saqueo que nos asolan? En
cualquier caso, de lo que no cabe duda es de que España va camino de
convertirse, si no lo es ya, en otra rancia reserva más de occidente: la
de la sensiblería más pacata. País, que diría Forges.
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