Convivíamos en un cuchitril alquilado. Currábamos durante todo el día y
terminábamos la jornada en cualquier garito de mala muerte
atiborrándonos de cerveza y marihuana. No recuerdo como conocimos a
Elke. Pero un buen día era nuestra compañera de piso. Luego de un
tiempo, una noche, en la que -como solíamos decir- llegamos a casa con
un puntazo del quince, nos presentó a dos amigas alemanas –quién
recordaría sus nombres-, que habían venido a pasar unos días en Sevilla.
Y a dormir y satisfacer otras de sus necesidades básicas en nuestro
cuchitril. Esa noche soñé con Norman Bates. Y cuando desperté, el
dinosaurio… No, creo que esto, amén de ser un plagio, no tiene lugar en
este contexto. Quiero decir que a la mañana siguiente, no me atreví a
ducharme –esto ya es otra cosa. Me preparé un café y, cuando me disponía
a salir para el curro, me crucé en el pasillo con aquella pedazo de
morena de un pueblecito de Turingia, que pasó de largo no ya sin decir
ni “mu”, sino, o al menos eso me pareció, haciéndolo a través de mí como
si yo fuese poco más que una aparición efímera en la mente desquiciada
de un loco. Hasta ese momento ni se me había pasado por la cabeza la
posibilidad de echar un buen o un mal polvo con la lacónica teutona. No
podría asegurarlo, pero supongo que por aquellas fechas, es muy probable
que estuviese enamorado hasta los tuétanos de alguna buena moza que me
daba calabazas. Así que mis fantasías y anhelos libido románticos sólo
podían tener una destinataria. Siempre he sido en estos aspectos
bastante maniático. Así que no, ni hasta entonces ni nunca después, en
el corto periodo en el que, por decirlo de algún modo, coincidimos,
pensé en follar con ella. Pero aquello, aquel modo tan natural más que
indiferente de ignorarme, me dolió. Me sentí parte integrante del abismo
-y esto no es para nada un modo de añadir palabras sin mayor
trascendencia a la narración de aquellos hechos; analícense si no las
múltiples interpretaciones al respecto. Me hube de palpar repetidas
veces para, en un acto desesperado de defensa propia, tratar de
dilucidar si cabía la remota posibilidad de que yo fuese en cierto modo
un ser con entidad propia, o hasta menos que un espectro creyéndose
soñándose. Hoy, todavía, no he conseguido averiguarlo.
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