HOY, un día más –uno más de hace ya tantos, que casi no puedo recordar aquel tiempo en el que no sentía este inquietante deseo-, ¡quisiera poder compartir tantas cosas contigo! Cosas sencillas, ligeras, sin el peso que imponen las ataduras ni el yugo con que nos unce la forzosa convivencia cotidiana. Libremente. Cosas como un poema, un abrazo, una canción con su letra olvidada, un café cortado, una confidencia, una sonrisa en los ojos, un breve paseo bajo la lluvia, la palabra en la mirada o en los gestos –esos gestos que yo nunca supe interpretar, ni tuve el tiempo suficiente para aprender el modo de hacerlo-, tu mano sobre mi hombro, un hola y un hasta pronto, el pesar por esta vida que, a veces, se nos hace tan cuesta arriba… Como a mí me sucede ahora. Y no sólo por mí, sino también por ti, por nosotros, que nunca merecimos interpretar este arduo papel de arquitectos de distancias. Pero, hoy, algo ha cambiado.
Hasta hace tan sólo una eternidad pensaba que era posible recuperar esos senderos abruptos que en otro tiempo nos permitieron burlar las fronteras impuestas por los centinelas del tiempo, de ese tiempo que siempre se nos hacía tarde. Que bastaba con seguir intentándolo para, en cualquier momento, de forma inesperada, encontrar el rumbo y los instantes perdidos. Pero ya no, ya he terminado por agotar todos los recursos.
Algunas veces me echaste en cara mi insistencia, ese grito obstinado por acercarme a ti, por saber de ti, por estar a tu lado durante el mayor número de momentos posibles –que, a decir verdad, ¡fueron tan pocos-, ya fuesen buenos o malos, mi abrumadora resistencia a terminar rindiéndome ante la irremisible fuerza de los hechos, mi negativa a no continuar intentando abrir más y más paréntesis entre las entrañas de la bruma. Como casi siempre, como casi en todo, también en esto tenías razón. No en echármelo en cara, pero sí en el hecho de que siempre preferí seguir luchando, aunque fuese con las manos vacías y mis heridas abiertas, a una retirada a tiempo. Porque nunca quise cometer la cobardía –yo, como sabes, tan cobarde- de terminar huyendo de uno de los afectos más sinceros y desinteresados de todos los que he sentido en mi vida. Tal vez él que más. Y así he seguido. Hasta el final. Luchando. A oscuras. En silencio. Con las manos amputadas, y una mezcla de sangre y hiel en los labios. Y he acabado, sin rendirme, derrotada, tras verter desde mis venas los últimos coágulos de esperanza.
Sí, siempre tuviste razón: nunca, a pesar de ser tan cobarde, supe rendirme a tiempo, y hoy, como siempre, es de nuevo tarde. No traigas flores, te lo ruego; déjame a solas con los fantasmas que, sin cesar, profanan la agotadora pesadez de mi descanso.
Hasta hace tan sólo una eternidad pensaba que era posible recuperar esos senderos abruptos que en otro tiempo nos permitieron burlar las fronteras impuestas por los centinelas del tiempo, de ese tiempo que siempre se nos hacía tarde. Que bastaba con seguir intentándolo para, en cualquier momento, de forma inesperada, encontrar el rumbo y los instantes perdidos. Pero ya no, ya he terminado por agotar todos los recursos.
Algunas veces me echaste en cara mi insistencia, ese grito obstinado por acercarme a ti, por saber de ti, por estar a tu lado durante el mayor número de momentos posibles –que, a decir verdad, ¡fueron tan pocos-, ya fuesen buenos o malos, mi abrumadora resistencia a terminar rindiéndome ante la irremisible fuerza de los hechos, mi negativa a no continuar intentando abrir más y más paréntesis entre las entrañas de la bruma. Como casi siempre, como casi en todo, también en esto tenías razón. No en echármelo en cara, pero sí en el hecho de que siempre preferí seguir luchando, aunque fuese con las manos vacías y mis heridas abiertas, a una retirada a tiempo. Porque nunca quise cometer la cobardía –yo, como sabes, tan cobarde- de terminar huyendo de uno de los afectos más sinceros y desinteresados de todos los que he sentido en mi vida. Tal vez él que más. Y así he seguido. Hasta el final. Luchando. A oscuras. En silencio. Con las manos amputadas, y una mezcla de sangre y hiel en los labios. Y he acabado, sin rendirme, derrotada, tras verter desde mis venas los últimos coágulos de esperanza.
Sí, siempre tuviste razón: nunca, a pesar de ser tan cobarde, supe rendirme a tiempo, y hoy, como siempre, es de nuevo tarde. No traigas flores, te lo ruego; déjame a solas con los fantasmas que, sin cesar, profanan la agotadora pesadez de mi descanso.
(Febrero de 2007 –entonces atribuido a una mujer uruguaya,
que nunca existió y a la que puse por nombre Julia Villarejo).
sugestiva prosa intimista del querer y no poder conciliar afectos mutuos.
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