domingo, 8 de septiembre de 2019
¿Año?
Año... pues ¡vaya!, ahora no me acuerdo,
pero aún falta mucho.
Unos cuantos millones
de años luego de haberse
desatado con furia marcial el cataclismo,
la vida había logrado
imponerse de nuevo
a las fuerzas contrarias
al musgo y las estrellas
de mar. Todo era nuevo.
Nueva flora. Animales
nunca antes conocidos.
Todo armónico, todo
ajeno al transcurrir
del tiempo, esa quimera
voraz, que había sido
desterrada del mundo
con el final del último
Homo sapiens —se fecha
su desaparición
aproximadamente
en el año dos mil
638, en la ladera
norte del monte Cook, Nueva Zelanda.
Pero qué quieren, todo,
más temprano que tarde,
termina por tener
sus peros; son las leyes
implacables de Murphy
y de Boyle-Mariotte.
(—¿La de Boyle-Mariotte?
—Agárrame el cipote.)
Como andaba diciendo
justo antes de la rima
consonante, hubo un pero
a tanta maravilla —amazing world—.
De súbito, un mal día,
un animal con pinta
de primate tomó
de un osario la tibia
de un animal con pinta
de primate, inventando
la primer cachiporra
de aquella nueva era.
Con la guerra vinieron
la rueda, el chopping-tool,
el gazpacho, la máquina
de vapor, los reality,
los bloqueos comerciales,
la emisión a la atmósfera
de gases con efecto
invernadero, el fútbol
y etcétera y etcétera
y, a modo de preámbulo
de una vez más la gran
extinción en el ámbito
global, el reggaeton
y otros ritmos que habrían
empujado a Beethoven
—y mira que era el tipo
más sordo que una tapia—
a quemarse a lo bonzo.
♬♪♬ "Cómo le gusta la gasolina..." ♬♪♬
Beethoven habría pensado que la humanidad se había vuelto loca escuchando el reggaeton
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