jueves, 11 de julio de 2019

Hay papeleras en la Luna


Hay veces en las que no somos capaces de vislumbrar a nuestro alrededor una papelera o un contenedor de la basura en los que verter los residuos que nos contaminan el alma. Le sucede hasta a los ángeles que no lo son, o a los que, siéndolo, creen no serlo. En cualquier caso no hay seres superiores capaces de delimitar la frontera que separa a los ángeles de los demonios. Tal vez ese límite, de existir, esté en el hombre, aunque más desplazado hacia el lado angelical cuando se trata de mujeres. Claro está, sin que deje de haber excepciones.

Llevaría muchas vidas hacer un inventario de los lugares en los que resulta casi imposible encontrar una sola papelera, lo que no quiere decir que, en ocasiones o casi siempre, dejen de estar en ellos. Así, parece no haber papeleras, por ejemplo, en las calles de los barrios marginados donde niños que envejecieron prematuramente matan el tiempo, su tiempo mal contado, fumando caballo, perpetrando contra sí mismos una brutal emulación del desarraigo que le legaron y le siguen legando sus mayores, o captados por toda una suerte de vampiros urbanos que surgen cada día como si de una puñetera plaga bíblica se tratase. Tampoco parece haber papeleras en la Luna cuando está nueva, y, a veces, o quizá casi siempre, puede pasar toda una eternidad hasta el inicio del cuarto creciente. Ni en ciertos corazones que, incapaces de darse, van acumulando dentro todo lo bueno y lo malo que les va creciendo con el tiempo. Y tal situación constriñe tanto los latidos, que cada minuto parece terminar pudriéndose. O en algunas manos mancilladas de vacío, incapaces de llenarse por mucho que arañan y arañan las esquinas afiladas del viento del norte. Incluso hay casos en los que no somos capaces de encontrarlas en la Navidad. Sería bueno, en todos estos casos, y en los restantes de este inmenso inventario imposible, disponer de toda una suerte de contenedores de colores, inspirados, aunque notablemente sublimados, en los que se utilizan en las ciudades, que se autodenominan desarrolladas, para el reciclaje. Un contenedor gris en el que se vertieran, sin necesidad de distinción, la desconfianza, el rencor, el desamor, el olvido, los miedos, la angustia, la desesperanza…, para después almacenarlos, bajo estrictas medidas de seguridad, en la más profunda de las simas, de donde ya nunca pudiesen escapar hasta el fin de la efímera eternidad. Y, también, un contenedor verde para la esperanza, uno rojo para el amor, uno azul para la amistad, uno a rayas rojas y negras para la rebelión, uno transparente para la voz y la palabra…, desde donde fuesen reciclados permanentemente y repartidos solidariamente entre todos los necesitados, que somos todos, de estos recursos tan escasos y difícilmente renovables.

Todo ello, encontrar esos contenedores mágicos, es posible, pero a condición de que no nos empeñemos en tratar antes de comprobar, inútilmente, si disponemos o no de alas para volar. Nadie puede mirarse la espalda y los espejos siempre engañan y dificultan las lecturas. Estoy convencido de que resulta doloroso, de que es tan difícil como dejar fluir el tiempo sin tratar de atraparlo o sin ser atrapados por la asfixia de la clepsidra, pero nos bastaría con intentar volar sin descanso, por agotados que pudiéramos, y sin duda lo estaríamos, llegar a estar. Los ángeles, primero vuelan, y después sienten como les crecen las alas.

(Diciembre de 2006)

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