Imbuidos de un fundamentalismo inquisitorial como sólo era posible en aquel país en el que aún demasiados nostálgicos presumían de su estúpida y rancia condición de reserva espiritual de un muy venido a menos Occidente, terminaron por equiparar el concepto de delito al del pecado; habían dejado sueltas a las lóbregas ratas de la moral para que devorasen al luminoso pájaro de la ética hasta el cántico. Y, siguiendo criterios de enjuiciamiento propios de anacrónicas ordalías tan irracionales como arbitrarias, el pensamiento y la palabra ajenos comenzaron a ser castigados con tanta y hasta mayor dureza que los actos. Tomó su tiempo, pero aquellos indeseables e inhumanos chamanes de la impostura terminaron siendo linchados en masa. Hacerlo, al fin y al cabo, era considerado tan execrable pecado como desearlo o mencionarlo. "Los caminos de la Justicia son inescrutables", escribió un historiador unas décadas más tarde al respecto de aquellos acontecimientos. Erróneamente. Porque que hay acciones que difícilmente podrían acarrear otras consecuencias a las que terminan viéndose materializadas. La luz está ahí fuera; para verla, para empezar a ver, tan sólo hay que salir de la caverna.
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