Voy a contar un cuento
de arenques en almíbar
y alfombras voladoras
hundidas en la ciénaga
de la bolsa de Tokio.
Un cuento donde el cielo
es un perro sin suerte
que se juega el ombligo
a la carta más alta
mientras come tortilla
de alcayatas y flores.
Es un cuento, lo advierto,
que no termina bien:
cuando pierdes las llaves
los bares cierran pronto
y el autobús urbano
se desliza en la harina
de limpiar caracoles
y tiene malos sueños.
En el quiosco dispensan
membrillos y cisternas
de gases lacrialógenos
y grillos de hojalata.
¡Otro vodka con látex
y apúntalo en la cuenta
de cualquier insolvente!
Esto se está acabando,
señoras y cabestros;
después de las perdices
recojan bien la mesa
que si se rompe un plato
y se chupan los dedos
acuden las hormigas.
Tengo una muñequita
vestida con chaleco
antibalas azul
y una vaca lechera
con casco de vikingo
gauta, telón, telón.
Pues si que has deformado y actualizado el cuento de la lechera, si no fue porel tolón, tolón final, cualquiera lo conoce, como si lo hubiera re escrito un maestro del surrealismo
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