lunes, 20 de junio de 2016

Mis heroínas favoritas. Edad Antigua. Semiramis de Babilonia (siglo VIII antes de Cristo). Parte II (Carlos Parejo)


Todos vestían con túnicas plagadas de signos cabalísticos, sólo entendibles para los iniciados. Cuando su majestad me convirtió en concubina leían si convenía o no que nos encontráramos para el buen futuro del reino. Y lo hacían al amanecer, observando el vuelo de las palomas sobre el zigurat; al mediodía, echando una y otra vez las 99 tablillas del destino, y por la noche, estudiando las estrellas de bóveda celeste.

La fortuna se alió de mi parte. Al cabo de pocos meses fue nombrada concubina mayor. Debía lavarle diariamente los pies a su primera esposa como signo de respeto y sumisión. Pero tuve derecho a paje, camarero y mesa propia para comer. Cuando el emperador enviudó me fui a residir a su cámara real. Lo que más me llamaba la atención era su olor penetrante a incienso arábigo, pues se quemaban constantemente varios pebeteros en cada esquina de la sala. Nada que ver con el nauseabundo olor de las calles, o el olor a sudor y gente arracimada del gran harén donde convivía antes con ciento diez cortesanas más. Además, dormía en colchón de lana de camella, en lugar de jergón de paja. Con todo, lo que más admiraba eran sus paredes esmaltadas de azul y la claraboya central, por donde veía la luna y las estrellas nocturnas o el curso del carro solar.

Cuando llegué al poder, tras morir mi esposo, me casé con el jefe de las milicias, lo que me aseguró varios años más de reinado. Sin embargo, las intrigas en Palacio eran constantes y, sabiendo mi destino pendiente de un hilo, amasé una gran fortuna antes de tener que exiliarme cuando él murió en la batalla; riquezas que iba guardando en mi antigua casucha familiar, allá por el arrabal de los escribas. Lo hacía en un sótano oculto por una trampilla, repleto de cofrecillos con monedas redondas de oro y plata. Sin embargo, en la Corte guardaba las apariencias de emperatriz generosa y magnánima. Todo el que entraba en mi cámara real para ser recompensado por alguna gracia obtenida, podía llevarse, acopiándolas entre sus manos, cuántas monedas rectangulares de cobre y plomo deseara, escarbando en unos grandes calderos de bronce dispuestos por doquier con dicha finalidad. Y de ahí, con el correr de los siglos, inventé la palabra que designa la moneda común a los mendigos y pobres de todas las épocas y países del Mundo: la calderilla.

Para saber más: NÚÑEZ ALONSO, ALEJANDRO. Semiramis. Editorial Planeta. Barcelona. 1966.

(¢) Carlos Parejo Delgado

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