“No juegues con el fuego, que te meas en la cama.”
―La noche que oriné
en el confesionario
―no he de decir el nombre
de la iglesia, que luego,
como es bien conocido
por vos, todo termina
sabiéndose a la larga―
no fue con la intención
de ofender con mi urgencia
fisiológica a dios
―hasta la fecha nunca
caí en la tentación
de creer en ninguno,
y sin haber sujeto
a quien, no cabe ofensa.
Por tanto, en mi opinión,
no cometí pecado.
Es cierto que hay millones
de lugares posibles
para soltar un pis,
pero no tengo abrigo
ni hogar por ser muy pobre
nevaba afuera, estaba
la iglesia abarrotada
de beatos rezando
lo mismo que cotorras,
y, lo más importante,
Señor, ya no podía
más, me estaba meando.
―Oído su alegato,
estoy dispuesto a darle
una oportunidad:
introduzca el objeto
del presunto delito
en el fuego. En el caso
―poco probable, es cierto―
de no arder, vos tampoco
arderéis en la hoguera
ni puede que más tarde
por siempre en el infierno.
(Entonces ―recordando
aquello que a menudo
le decía su madre
cuando era sólo un niño―
se sonrió convencido
de que iba a salvarse).
Me recuerda la midieval "prueba de Dios", meter la mano en un caldero hirviente sin quemársela
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