Cuando llegue a esa edad ―ya apenas queda
el tiempo que perduran la nube o un eclipse―
en que morir resulta algo corriente,
qué escribiré. ¿Serán
mis versos un catálogo de miedos
―al dolor, al olvido, a estar solo en la muerte
o a que se abra la herida,
esa herida que, entonces, no habrá aún cicatrizado―
o un lamento tan largo como aquel de Salinas,
por la ilusión, los años, los amores perdidos
o añorados sin, nunca, haber sido alcanzados?
Cuando llegue a esa edad, si es que de súbito
no se me lleva antes la muerte,
¿seguiré recordándote
―a ti que nunca fuiste―
como un oscuro objeto de nostalgia
oculto entre mis versos ajados y amarillos?
¿Podré escribir tu nombre?
¿Dedicarte un poema?
¿O moriré negándote ante el mundo
―¡y qué le importa al mundo!―
en tanto aún te afirmo
con la fuerza de ahora, ayer y siempre
en el baldío sin fe de mis adentros?
Nada sabemos de cómo nos juzgarán. Pero entre tantos miles de millones de humanos, muchos no sabrán nunca nada de nosotros
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