Aquella primavera, con la primera luna llena, sembré migas de pan de
centeno en el sótano. Fue un mes de abril lluvioso y, a principios de
mayo, ya estaban en sazón sus frutos. Extrañas criaturas parlanchinas
―hablaban un idioma gutural por nadie conocido― con la cabeza parecida a
un hongo y cuerpo de hechicera. Brillaban en lo oscuro con destellos
morados, purpúreos y amarillos. No me atreví arrancarlos de la tierra,
por miedo a que muriesen. Y así ocurrió, en
efecto, cuando las tropas enemigas entraron en el pueblo y descubrieron
mi secreto. Murieron en silencio, dignas como un rebelde. Un sargento
chusquero fue el primero en probarlas. Dijo que eran dulcísimas, con
sabor a hadas vírgenes. Aquella misma noche, los rebeldes bajaron de los
montes y, apenas sin luchar, reconquistaron el valle y las marismas.
El enemigo había enloquecido, tras una deliciosa cena.
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