Hasta hace poco, como supongo le habrá sucedido a algunos otros o a muchos, he venido sufriendo con preocupación creciente, el goteo interminable de casos de corrupción —ya a estas alturas inmisericorde y pertinaz diluvio—, que está empujando a esta España “nuestra” de esperpento y charanga devota de toreros y la Esteban, que padecemos, al fondo del más insondable de los abismos.
Pero esta preocupación, de súbito, se ha mudado en pavor. Porque, tal vez por seguir la estela de la realeza, los cargos públicos presuntamente culpables, casi al unísono, comienzan a esgrimir como coartada para tratar de acreditar su inocencia, no haber realizado ―por carecer de los conocimientos necesarios para ello— los servicios públicos para los que habían sido designados, habiéndose limitado por tanto nada más que a firmar todo aquello que les ponían por delante sin molestarse en leer la letra pequeña. Ni la grande. Es decir, afirman sin decoro alguno ser unos absolutos incompetentes. Pero unos incompetentes, eso sí, remunerados con unos sueldos de lo más apañados, tan sólo por estampar su rúbrica en lo que se me antoja no era para ellos más que un cheque en blanco al portador. No entro ahora a valorar si, a cambio, recibían algún tipo de comisión.
Pavor y escalofrío, sí. Porque siempre será preferible navegar en un desvencijado cayuco comandado por un pirata curtido en los siete mares, que hacerlo en el mejor de los bajeles al mando de, por ejemplo, un nómada del desierto.
Así que a estos trashumantes de la puerta giratoria, ya no les queda otra que dimitir o ser cesados de todos sus cargos públicos, por su incompetencia declarada. Porque en esto no hay más tutía, y, de ser tal como alegan, la responsabilidad política –por su irresponsabilidad manifiesta- queda más que demostrada. En cuanto a la responsabilidad civil o penal, siempre, presunción de inocencia.
Firman sin leer, leen lo que les escriben, solo piensan y hablan en las reuniones del partido sobre como hacer escalada
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