Recuerdo que una tarde de abril me sorprendieron escribiendo un
poema. Fueron el cura y el maestro, junto al río, y fueron de inmediato a
dar cuenta a mis padres; hacía mucho estaba proscrita la palabra. Yo me
oculté en el tronco de un roble milenario, seguro de que habría
represalias. Y allí pase la noche. Conversando con duendes y chupando
hojas de hierbabuena.
A la hora del almuerzo, vinieron a
buscarme. Mamá y el tío Roque. Me temí lo peor, pero mamá, en vez de
regañarme, me habló de Federico, Aleixandre y Machado y de un tal Luis
Cernuda, que era su favorito. Desde ese día el tío Roque hizo las veces
de maestro. Y mamá y yo jamás volvimos por la iglesia.
-Vaya, en tu macondo onubense hay robles milenarios y mamás seguidoras de la generación del 27. Enhorabuena
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