Tras una vida de trabajo duro, que ya daba a su fin, el burro se negó
por vez primera, a dar un paso más. El cielo estaba gris y amenazaba con
el Armagedón o un gran diluvio, y el pánico infectaba el rostro
fantasmal de los labriegos. “Lo molerán a palos –pensé con desazón-; y
no parece estar para esos trotes”. Y me ofrecí a arrastrar la carga.
Los labriegos, entonces, se olvidaron del miedo y del largo camino que
aún quedaba hasta el mercado, y, alborozados, comenzaron
a burlarse. “Y ¿cómo un alfeñique como tú –decían- va a poder
arrastrar seis quintales de papas?”. No me importó; durante toda la vida
había sido el blanco de las burlas ajenas, y estaba acostumbrado. No sé
lo que ocurrió después; sucede con frecuencia que pierdo la memoria.
Sólo recuerdo que, cuando empezaron a dar golpes al burro en las
costillas, me vi cegado por la cólera. Lo único cierto es que ninguno de
los cuatro labriegos llegó nunca al mercado. La carreta, arrastrada por
el burro, apareció sola y sin carga ya al ocaso. Una semana más tarde,
cesó la búsqueda. La desaparición fue achacada al diluvio.
Drama rural kafkiano. Tus últimos relatos parecen tus sueños más inquietantes, tus pesadillas más extrañas
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