Era luego del pan con aceite y azúcar. Las tardes de verano
transcurrían, en aquel tosco erial en mitad de la nada, como si no existiese el tiempo.
El dueño del balón era un tirano; había que avenirse a sus caprichos, o te quedabas fuera.
Lo peor no eran los gases, tener que masticar, a la carrera, el dióxido de azufre que escupía, como una maldición, el polo químico. Era el precio a pagar por el progreso. Lo peor -no estaba el puesto nada bien valorado- era que te tocase de portero.
Avanzado el ocaso, nublando el sol muriente, llegaban los mosquitos.
autobiográfico e interesante
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