Los músicos callejeros conviven pacíficamente con los mimos urbanos. Algunos son especímenes genuinos y únicos en su género, como el bluesman Little Boy o el Mariachi de Triana. Hay también media docena de guitarristas-concertistas. Tocan melodías entre las dos aguas de los maestros Joaquín Rodrigo y Paco de Lucía. Los puedes ver en la Milla de Oro, entre la Giralda, la Catedral y al Alcázar. A su alrededor hay un público que se sienta en las gradas de la Plaza del Triunfo o del Archivo de Indias. Al escucharlos se les aviva la imágen de una Sevilla más romántica y soñada que nunca más habrá.
En el eje Puerta Jerez-Avenida-Campana se sucede, por el contrario, un improvisado festival de músicas del mundo. Desde breakdance y pop rock hasta concertistas clásicos centroeuropeos y eslavos, pasando por grupos de folklore andino o caribeño, comparsas gaditanas, bailaoras flamencas. Un poco de todo, como en botica.
Cervantes hablaba en el siglo XVI de que Sevilla era la capital mundial de la picaresca. Y a fe mía que, aunque ha disminuido, está lejos de extinguirse. Paseando por estas calles te ves asaltado por el hombre que ha perdido el mismo autobús al mismo pueblo un día tras otro porque le falta un euro; o aquel otro que te quiere encasquetar una tarjeta con la imagen religiosa benefactora, con las muchachas que se fingen sordomudas o con la gitana que de un tirón te lee el futuro en la palma de tu mano.
Estas decenas, quizás cientos, de mendicantes forman parte indisoluble de la Sevilla histórica. Son como la sal y pimienta que entretiene y sorprende al viandante. Si faltaran la ciudad seguiría siendo igual de bella, pero mucho más aburrida y previsible: gentes y ciclistas corriendo de aquí para allá, monumentos, bares y escaparates de comercios.
(¢) Carlos Parejo Delgado
pequeños pícaros al lado de los verdaderamente delincuentes de guante blanco y negras tarjetas. Un saludito
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