(estampa medieval)
El verdugo contempla de soslayo
el rostro lívido del reo
y se pone un instante en su pellejo.
Luego toma en sus manos
el hacha justiciera
y, al disponerse a usarla,
se resbala en sus heces
—¡Mierda!, exclama, perplejo—
con tan mala fortuna
que se abre la cabeza
como un melón maduro.
No queda otro remedio entonces
que suspender la ejecución.
No obstante, el ataúd,
situado en una esquina
del soleado patíbulo
—el sol está en su cénit,
ya próximo al solsticio de verano—,
a buen seguro habrá
de recibir buen uso.
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